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Velas de cumpleaños.
Por Germán Pose - Nací el día de Nochebuena, 24 de diciembre, y esa fecha te marca para siempre. Nunca he dejado de sentir que la vida me debía un regalo cada año. Porque, claro, no es lo mismo nacer en marzo que en Nochebuena. En Marzo, tienes tu regalo de marzo y luego vienen los Reyes. En mi caso, tantos regalos acumulados en tan poco tiempo -Nochebuena y Reyes- no los sostenía la precaria economìa familiar. Pero en la infancia, cosas que pasan, el espíritu de la Navidad te penetra en la piel como el aroma a pan y a galletas que desprende el horno de una tahona. Y aunque hayan desaparecido las tahonas de mis paisajes de emociones el recuerdo de esa envolvente fragancia se quedó pegado a mí como el primer beso robado a aquella chica en el portal de su casa al salir del colegio. Creo que llovía y las luces del portal estaban apagadas, pero no lo recuerdo muy bien. Sobre todo, lo de la lluvia.
Nunca me gustaron las tartas con piñones pero mi madre siempre compraba una tarta con crema y piñones pegados al bizcocho en Nochebuena. Y sobre la tarta clavaba las velas según los años que iba cumpliendo. Encendía las velas y yo las soplaba con toda mi fuerza de soplido de niño, y luego todos aplaudían alborozados y cantaban el “Cumpleaños feliz” de turno. A veces nos despistábamos con otras cosas y las velas encendidas se iban consumiendo y la cera caía sobre la tarta. Pero daba igual, decía mi madre, “es cera de caramelo”. Las volvía a encender y yo soplaba tan contento. Y luego tenía que comer mi trozo de tarta con piñones y cera que tanto detestaba.
Al cabo de los años, una Nochebuena mi madre nos sorprendió trayendo a casa una tarta al whisky, y eso ya era otra cosa. Recuerdo que ella la remojaba con un chorro de whisky que se llamaba White Horse, que ahora no se lo recomiendo a nadie, pero en aquellos tiempos sabía fetén. Pero, claro, me fui haciendo mayor y la tarta se iba quedando pequeña para tantas velas como años cumplía. Así que la Nochebuena que llegué a los 22 años mi madre, que era muy innovadora a su estilo, en vez de velas se le ocurrió traer dos números de cera -22-, cada uno con su mecha en lo alto, y las clavó en el centro de la tarta al whisky. Algo de agradecer, sobre todo porque el soplido ya requería menos empuje.
El caso es que al siguiente año, que yo cumplía 23, a mi madre se le olvidó comprar el número 3 y, sobre la marcha, enseguida solucionó el entuerto. Convirtió el 2 en un 3 cortando el número con un cuchillo y, a su manera, unió las dos piezas con pegamento Imedio, El número 3 quedó un poco chuchurrío pero yo soplé como si tal cosa, y tan contento como siempre.
El apaño le debió hacer gracia a mi madre, o a saber, el caso es que no volvió a comprar más números de cera en mis cumpleaños. Así que cada Nochebuena reconvertía los números de los años que iba cumpliendo cada vez con más destreza. Era asombrosa su capacidad de ingenio. Aquel número 22 llegó a convertirlo en un 34, 36, 40, 45...., yo que sé. Y el caso es que el singular remiendo funcionaba y nadie de la familia puso nunca ningún reparo. Llegó a divertirnos la rudimentaria artimaña. Y seguí cumpliendo años, y mi madre era capaz de convertir con total naturalidad un 4 en un 8, un 5 en un 7, un 0 en un 3. Puro realismo mágico matemático. Era fantástico su genial arte del birlibirloque con los numeritos de cera.
Mi madre, que se llamaba Rita y era de Córdoba, murió hace algunos años. Y ahora los cumpleaños de Nochebuena no son lo mismo. Pero yo sigo cortando y pegando con sofoco aquellos números con mil heridas que dejó guardados en un cajón de la despensa para soplarlos cada año sobre una tarta al whisky. Pero no me quedan tan bien. Adónde va a parar.
07-09-2020 7:21 p.m.
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