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Por Germán Pose
Fue el bendito mechón ensabanao de Antonio Chenel el que nos marcó el viaje, el camino a una perdición de calibre grueso en nuestra furiosa adolescencia. El destello del lila y oro de su vestido, el cite de largo dando el medio pecho, el embroque glorioso cargando la suerte, el misterio del temple de sus lances.
Regresó a la arena Antoñete desde su rincón de olvido y con un trincherazo de ley inflamó la fiesta. En los altos del tendido 7 de Las Ventas, Mariano Torrubia, El Indio, La Suzuki, Bartrina, Alberto García Alix, Ceesepe, Marta, May Paredes, El Hortelano, Javier de Juan, Jorge Berlanga, Joaquín Albaicín, Urrutia, Edi Clavo y otros miembros de la cuadrilla sacudíamos el resacón con golpes de tabaco y Mahou, todos contentos y estremecidos ante la obra del Maestro. Desde la noche más turbia del Rock-Ola, con escala de postín en El Rastro y La Bobia, volábamos en viaje sideral y cheli hasta La Monumental, ¡los toros!, en un suspiro eléctrico. Éramos tan jóvenes y nos sentíamos inmortales, minotauros de barra.
Y en ese viaje sin billete de vuelta se nos pegó para siempre en la piel Juan Belmonte, la sombra sagrada y tiesa de Manolete o el corazón de plata fina de las crónicas de Joaquín Vidal. Letras taurinas de fuste a las que dábamos cuartel de cantina hasta que se quedaba seco el gaznate y una rubia loca te mojaba los labios con un beso de tequila. En esa borrachera de vértigo llegamos a desafiar a los dioses -¡qué ideas!- y nos dio por tirar de capote y muleta, ¡mátame, toro, mátame! Aquella capea entre los riscos sagrados de Chequilla, el Alto Tajo, y esa vaquilla guapa que lastimó de varetazo serio el cuello de Ana Curra. La muchacha ni siquiera se miró el puntazo, ¡fuera desperdicios! Y esa media a pies juntos de Platita, “El Niño de la Mahou”, o sea, este menda.
Íbamos a los toros como a una misa de blues de domingo. Comunión de jóvenes poetas, muertos y vivos, en busca de asombros soñados. El sabor del sorbo fugaz de un natural de Curro, o uno de sus kikirikís, que hasta hubiera firmado Dalí. Y Rafael de Paula, con sus rodillas de cristal, la música callada de su toreo imposible, tan suicida y bello, el misterio hecho carne en aquella tarde, otra vez de otoño, de 1987 en Madrid con el toro “Corchero”. Nunca el toreo buen tan bello, escribió Vidal. Javier de Juan le inmortalizó al óleo en un retrato prodigioso, obra cumbre de la historia del arte universal que cuelga tan rumboso en una pared de mi salón. Ese gitano de Jerez era cosa fina.
En fin, pasa la vida, con sabor a Pata negra, pero ahora esto de los toros parece que va perdiendo su gracia y su brío, que están de capa caída, vamos, que viene muy a cuento. Corren extraños tiempos y el personal, y ay, la juventud no se conmueve ante un baile por bulerías o una trincherilla encendida a un Albaserrada. También es verdad que la supuesta afición está bastante a oscuras, huérfana de la luz y el fuego blanco de ese mechón pinturero que a tantos nos deslumbró. Ω
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