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SEPTIEMBRE 2012  /  REPORTAJE

GREGORIO COLLADO

20-10-2014 9:19 p.m.

Una vida entre Fogones

Goyo nació en Ávila hace setenta años. Siendo un niño se quedó sin padres y, acostumbrado a las tareas domésticas, decidió convertir en profesión su pasión por la cocina. En la inauguración de una presa se abrasó las manos preparando tortillas para dar de comer a Franco y a su comitiva. En Pozuelo ha alimentado a varias generaciones.

Presume de haber conocido a Sara Montiel y a Puskas. Y no suelta prenda sobre la receta de la salsa que en los setenta convirtió sus bravas en un placer terrenal.

A los dos años perdió a su madre, y a su padre trece años después. Tuvo que dejar los estudios a pesar de ser un alumno aventajado. Le expulsaron del colegio a los trece años por no poder pagar 32 pesetas de la enciclopedia Álvarez, y eso que había impartido clases de gramática en la escuela de artes y oficios. Aquello le dio más fuerzas para buscarse la vida entre sartenes y cacerolas. Todo comenzó en el Hotel Continental de Ávila como pinche de cocina. Con billete de ida y vuelta. “Estuve un año en el hotel y después me marché al restaurante Casa Yuste de Béjar para trabajar como jefe de cocina”.

En Casa Yuste, Goyo preparaba merluza a la vasca y a la riojana, chuletones y cochinillo, pero el plato estrella de la casa era la caldereta. Recuerda la gran barra y las horas que le robaba al sueño para dejarla espléndida los viernes decorándola con tomates y limones. El sábado debía estar todo a punto para dar comidas y cenas. Muchas y sin comandas, con todo en la cabeza. Porque había baile y a los viajeros del autobús que hacía la ruta Valladolid-Sevilla se unían cientos de habitantes de la zona en busca de diversión.

El niño prodigio de la cocina tradicional trabajó siete meses en Casa Yuste y regresó al Hotel Continental convertido en un joven maestro de los fogones. Para sustituir al cocinero y convertir la necesidad en virtud. O la sopa en fideuá a falta de cucharas…

“A comienzos de los sesenta, 1.100, franceses vinieron a pasar la Semana Santa en Ávila y se alojaron en el hotel. La dirección había decidido ofrecerles sopa pero, no había cucharas suficientes y me las tuve que ingeniar para que la comieran con tenedor. Ese día saborearon fideuá. En el Hotel Continental había que hacer milagros casi a diario porque se compraba poca comida y se servían muchos menús. Ingredientes justos para los platos, leche mezclada con agua porque venía fuerte y había que adelgazarla... las vacas llegaban a la cocina abiertas en canal y yo tenía que hacer las piezas y sacar filetes de 80 gramos; los famososos pepitos. Todo se medía y de qué manera. Por no hablar de la poca comida destinada a los trabajadores. Cuando había bodas, yo guardaba lo que sobraba para que el personal pudiera comer algo más que una sardina y media. Aunque tenía libertad para trabajar en mi cocina, el ambiente no era el mejor y acabé dejando aquel trabajo. Que por cierto, estaba muy bien pagado.”

La sartén por el mango

Y entonces pasa que con diecisiete años Goyo decide venir a Madrid en busca de nuevas oportunidades. A través de un cliente llega al Laurel de Baco, un restaurante situado en el barrio de Moncloa capaz de celebrar una treintena de comuniones en un solo día y por el que paraban militares y diplomáticos. También los inmigrantes que abandonaban España rumbo a Alemania o Suiza en busca de una vida mejor y que, procedentes de todos los rincones de Andalucía, venían a la capital para subirse al tren Madrid-Irún y cambiar su destino. Primero como segundo y luego como jefe de cocina, Goyo servía más de un millar de raciones de paella, ragout de ternera, entremeses y pollo asado todos los martes. De los bollos suizos del desayuno se encargaban los pasteleros.

El Laurel de Baco estaba en la calle Arcipreste de Hita. Era una fábrica de cervezas pero también restaurante con una barra en la parte de abajo de unos doce metros. Dice Goyo que en los sesenta competía con Chicote y Jose Luis. En sus salones, además de bodas y comuniones, se celebraban recepciones para el cuerpo diplomático y para los militares. “Recuerdo que una vez nos encargamos de la comida en la inauguración de la presa de Buitrago de Lozoya a la que acudía el Generalísimo Franco. Nos dijeron que lleváramos comida para doscientas personas, pero allí había muchas más. Así que colocamos unas piedras, preparamos el fuego, cogimos la sartén y comenzamos a hacer tortillas. Yo me abrasé las manos”.

Aquella no fue la única ocasión en la que Goyo coincidió con el Jefe del Estado. Franco asistió con su esposa, Carmen Polo, a la inauguración del pabellón de Argentina en la Feria Internacional del Campo. Hubo saludo, pero la foto se la hizo con el jugador de Real Madrid  Puskas, que pasó por allí a disfrutar de las carnes argentinas que llegaban cada dos días en avión y el abulense preparaba en un asador de más de dos metros. “Vino un cocinero argentino para enseñarme. A los diecinueve años aprendí a preparar matambre, asado de tira, chinchulines, bife de chorizo y  lomo y salsa chimichurri”. Y en la Cuesta de Santo Domingo, a tamizar cremas y bullabesa para Sarita Montiel y Alberto Cortez. En La Campiña, el restaurante chic de los dueños de El Laurel de Baco.

Goyo Collado pudo trabajar como jefe de cocina en la Escuela de Estado Mayor porque durante el servicio militar sus propuestas gastronómicas conquistaron a los mandos. Hasta el embajador de España en Viena le hizo una oferta para hacer las maletas rumbo al país del Tirol, pero pudo más el amor. A pesar de todo, Goyo quería volar por su cuenta y que no le mandase nadie. Así que no aceptó estos trabajos porque todavía tiene grabada en la memoria una escena de la infancia en la que alguien le echaba una bronca tremenda a un señor que trabajaba en la calle con un pico. Eso lo primero. Lo segundo, una buena vida para sus hijos. Y lo tercero, un hogar sin vecinos. Así que montó una casa de comidas en un sótano de Moncloa arrendado a un conductor de la EMT con una cocina pequeñita y decenas de universitarios deseando pagar las siete pesetas de su menú del día. “Me las veía y me las deseaba para preparar los flanes de huevo”. No acabaría ahí su relación con el mundo de la universidad. Años después trabajaría en el comedor del Decanato de la Facultad de Químicas.

Clásicos en Pozuelo

El mesón de la tortilla. El aperitivo. Begoña. Poca presentación necesitan para los del Pozuelo de toda la vida. Para el resto hay que decir que son las aventuras profesionales que un día convirtieron a Goyo en el HOSTELERO, así, con mayúsculas, de la villa. Y a su lado, su gran mujer, Esperanza, que además de echarle una mano, se encargaba de la casa y de los niños. En el Mesón de la tortilla, casi conoce el cuartelillo de la Guardia Civil hace cuatro décadas por culpa de un jamón. Servía más de una centenar de comidas diarias a los obreros que levantaban la urbanización Monteclaro. Ellos mismos se organizaban en turnos para poder sentarse en un reducido local, que a pesar de homenajear a la tortilla, presumía de bravas. Una especialidad que con el tiempo se convirtió en la estrella del segundo, El Aperitivo -junto a los ibéricos de la granja familiar-, gracias a una salsa de fórmula secreta que solo conoce su hija, la niña que dio nombre al tercero. Y que trabajó en su cocina con su chico y sus hermanos hasta el cierre hace una década. Inolvidables los desayunos con churros recién hechos en churrera, las hamburguesas, los sándwiches y las patatas. Y el kétchup y la mostaza “a granel”.

En una caja de cerillas

A Gregorio Collado no le gusta salir en las fotos. Eso dice cuando muestra el posavasos y la carta de su último negocio en euros y en pesetas. Pero su hija Begoña, que no es la niña con coleta del cartoncito dorado, ha encontrado una caja de cerillas con la foto de su padre. Ha estado guardada más de treinta años. Quien sabe. Igual ahora Goyo la recupera y la convierte en pintura. Maneja con soltura el pincel y ha ganado en dos ocasiones el concurso de carteles de unas Fiestas Patronales.