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Por Alberto Gómez Font
Hace ya mucho tiempo que la faltriquera dejó de ser cosa de mujeres, aunque la definición que encontramos en el Diccionario de la Real Academia sea «Bolsillo que se atan las mujeres a la cintura y llevan colgando debajo del vestido o delantal».
Yo usé faltriquera hace ya muchos —muchísimos— años, y no la llevaba debajo del vestido o del delantal, sino sobre mis pantalones, a la altura de la cintura. Eso fue cuando trabajaba como vendedor de banderines, gorras y pañuelos en los alrededores de los campos de fútbol. Allí, en la faltriquera, teníamos el dinero, y como el jefe nos pagaba poco, de la faltriquera íbamos sisando algunas pesetillas.
Ese objeto era, pues, propio de vendedoras y de vendedores. Todos recordamos a las piperas que tenían sus puestos cerca de nuestros colegios y que también llevaban faltriquera, y la siguieron usando durante años las hoy desaparecidas cigarreras de la Puerta del Sol, y aún las vemos atadas a la cintura de los barquilleros de las verbenas.
Hasta ahí todo iba bien, pero de pronto alguien tuvo una idea, para mí horrible y para otros genial, y le dio por reinventar la faltriquera, esta vez con tejidos sintéticos, hebillas de plástico y cierre de cremallera, y lanzó ese horrendo objeto al mercado para sustituir al bolso y a los bolsillos. La mala noticia es que triunfó, sobre todo entre los viajeros ataviados de turistas, es decir, apenas vestidos con una camiseta y unos pantalones cortos, y también entre los usuarios del chándal y las zapatillas deportivas.
Ocurrió también que ante esa nueva imagen de la antigua faltriquera surgió un nuevo nombre, tan feo como el objeto al que denomina: ‘riñonera’. Es feo el nombre, es feo el objeto y es feísima la imagen de una mujer o de un hombre con esa cosa pegada a la cintura. Está claro una vez más que este mundo se divide en dos tipos de personas: los que usan esa prenda, aunque solo sea cuando están de viaje de recreo, y los que jamás la hemos usado ni se nos ocurrirá hacerlo. Ω
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