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Por Germán Pose
Sócrates, que era más de labia que de pluma y tinta, se tiraba el rollo en el Ágora ateniense con sus clases magistrales, diálogos y demás soflamas plenas de ingenio y sabiduría. Con la boca abierta y los ojos de par en par, abiertos como platos de ración de pulpo, dejaba pasmados el tío Sócrates a sus queridos discípulos, entre los que se hallaba Platón, que no se perdía una, y hasta Aristóteles, casi nadie al aparato, maestro del glorioso Alejandro Magno.
Había nivel de altura en esos tiempos en los que germinaba Europa, vamos, igual que ahora, que el más tonto hace relojes que no marcan las horas, claro. La estupidez y los rufianes se han hecho hueco en este mundo cruel y levitan a su aire como pompas podridas en un baño de cieno y jabón. Ahí tenemos, sin ir más lejos, a nuestro gremio de políticos, zotes incurables, yonkis indeseables de su fétido poder.
Pues eso, Sócrates, que no escribió una sola línea, dejó un sinfín de magna materia oral para los siglos de los siglos. Y entre todas sus maestrías sublimes, en esta época vil en la que acechan imbéciles bajo los adoquines, dejó un axioma que estremece por su esplendor, sencillez y humilde temple: “La verdadera sabiduría reside en reconocer la propia ignorancia”. Y lo proclamaba el más sabio. O sea, que eso, “solo sé que no sé nada”, y ahí se quedaba, como una media belmontina, tan graciosa y seca en el centro del redondel.
Pero Sócrates acabó criando malvas como un sabio sospechoso ante aquellos verdugos necios que iban proclamando por ahí, con baba negra en sus comisuras, “¡Eh, que yo no soy tonto!”, lo de Media Markt vino después. Ay, dios mío, no hay defensa contra la estupidez, como dejó acuñado el loco Nietzsche, quien interpretaba la idiotez como una resistencia a la experiencia.
O como diría Bambino al revés, príncipe cordobés, califa desmedido: ahí está la pared que separa tu vida y la mía y con la que te volverás a estrellar otra vez. Por gilipollas, añadiría el que suscribe con la cabeza rota. Pero no me hagan mucho caso que solo sé que no sé nada. La vida boba es de los listillos, que no saben vivir ni morir, pero del arte del crimen andan sobrados, aunque ni siquiera sepan peinarse a raya ni rechupetear con aire de lustre un triste helado. Ω
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