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Vidal Sánchez, Richy
Por Germán Pose / Fotografía Ricardo Rubio - Aún se me cruzan los sueños de la morfina que me pusieron en el hospital: el atraco en mi piso de París, los golpes que recibí, ¡canta, canta!,;los indios por Barajas y yo sin pistola; un agujero en la garganta, y luego, otro agujero. Y los muertos, eso no era un sueño, cada día veía muertos tumbados en sus camillas, abría los ojos y estaban ahí. Y yo me ahogaba y no podía descansar con tanto trajín.
Vidal Sánchez Rodríguez, conocido por Richy, tiene 60 años y nació en Mombeltrán (Ávila). De jovencito emigró con sus padres a Aravaca hasta que recaló en Pozuelo de Alarcón hace veinte años. Trabaja como UM -menores no acompañados- en el aeropuerto de Barajas.
Todo empezó una mañana de finales del mes de marzo de 2019. La pandemia del Covid-19 ya estaba haciendo de las suyas en todo el mundo. Una mañana, mientras desempeñaba su faena en el aeropuerto, Richy empezó a sentirse muy mal. Regresó a casa quebrantado y nunca más volvió a su puesto de trabajo. Estuvo 6 meses entre la vida y la muerte en la UCI del Hospital Puerta de Hierro.
Después de una semana encerrado en la habitación de mi casa, a base de paracetamol y zumos y con una diarrea del cien, me trasladaron al Hospital Puerta de Hierro. Siempre me dijeron que era muy flojo físicamente, pero ahí les habría querido ver yo. Me conectaron a una máquina de oxígeno, eso era tortura china, de verdad. Respiraba, a duras penas, pero el estruendo del artefacto me atormentaba, y no me dejaba dormir. Pasé tres días horrendos, torturado. A base de suero y esa máquina del horror. Y sin probar bocado. Supliqué que me retiraran esa máscara y el médico me dijo que, en ese caso, al ser un grave enfermo de Covid-19, me tendrían que inducir un coma. Y yo le dije, pues adelante, indúzcame. Estuve en coma inducido nueve días. Y al despertar, la UCI estaba ahí, en pleno hervor.
Veía muertos y no podía pegar ojo
De esos primeros días en Cuidados Intensivos tengo recuerdos confusos; hule, mucho hule a mi alrededor, unas enfermeras rumanas envueltas en un increíble culebrón… Y yo tumbado boca arriba, sin moverme, mirando al techo, sin abrir la boca y alimentado a base de suero y de transfusiones de plasma sanguíneo, que tiene muchas proteínas. Como si te comieras un chuletón de ternera, me decían las enfermeras mientras penetraba el plasma en mis venas. Igualito, pensaba yo, soñando con un pollo.
Tenía una especie de tubo, siempre pegado a mi boca, por donde me llegaba el oxígeno, pero respiraba muy mal….Un día me llevaron al quirófano para hacerme una traqueotomía, y tiempo después volvieron a hacerme otra porque la primera no estaba bien. Y siempre boca arriba en la cama, más de un mes así, lo que empezó a provocarme una úlcera dolorosa en la parte alta del culo.
Cuando fui recobrando la consciencia de donde estaba miraba al frente, al pasillo, y veía muertos, en camillas, enfrente de mí. Al menos los mantenían ahí una hora, y veía cómo les metían una inyección a todos, supongo que para cerciorarse de que estaban muertos. Debía ser el protocolo, no sé. Yo solo quería descansar, estar tranquilo, pero cada vez que traían a alguien que había fallecido el trajín era terrible, médicos, enfermeros, alboroto…y yo solo quería dormir, pero era imposible.
Sueños de morfina
Pasaban los días, las semanas…. Creo que llevaba tres meses ahí tumbado boca arriba en esa camilla y ya confundía la realidad con la alucinación y empecé a sentir fuertes dolores en todo el cuerpo, insoportables. Entonces, llegó un médico y me dijo que me iba a administrar morfina. Pues muy bien, venga la morfina. Me ponían morfina unas tres veces al día. Dosis de mañana, tarde y noche.
Tiempo después me dijo el médico que, en los primeros días, deliraba casi todo el rato. Pero a esos delirios les sucedieron los sueños que me provocaba la morfina. Eran sueños muy reales, yo los vivía con toda la intensidad, formaba parte de ellos. En uno de ellos era dueño de dos pisos estupendos en el centro de París, uno enfrente del otro. Una noche, al entrar a mi casa parisina, me asaltaron cuatro tipos. Me ataron y uno de ellos me golpeó con el fin de que le dijera mis datos bancarios. También había una chica, que era hacker y operaba en su ordenador portátil, mientras que los otros dos ladrones cargaban con todo lo que había en mi casa. Iban dejando la vivienda vacía y yo sentía mucho dolor, me estaban torturando, hasta que les dí el número de mi cuenta y la chica comprobó en su ordenador que los datos eran correctos. Me desvalijaron, se largaron y allí me quedé yo, en mi piso de París, con cara de bobo.
En todo ese tiempo en que me sostenía la morfina no fui capaz de distinguir del todo el sueño de la realidad, flotaba confundido en varias dimensiones. En otro sueño, que aún se me cruza, estaba en la cárcel. Otra noche, en Barajas, asistí a la llegada de cientos de indios apaches o comanches, no sé, que llegaban a Madrid para invadirnos. Yo estaba trabajando y mi jefe me dio una pistola, ¿y para qué quiero una pistola?, le pregunté, joder, porque te tienes que defender, ¿no ves que vienen a matarnos?, gritó airado.
Es verdad que vivía dentro de sueños turbios, pero me sentía muy bien, no tenía dolor, y eso era muy importante. A veces pedía, a mi manera, que me aumentaran la dosis de morfina, pero no me hicieron caso.
Las fuerzas se me iban agotando y estuve a punto de tirar la toalla, me quería morir, y descansar de verdad. Los médicos debieron de notar que me iba abandonando porque decidieron llamar a mi hija para que viniera a visitarme a la UCI, algo totalmente prohibido en esos tiempos, y eso me salvó. Al ver a Anais a mi lado me dije: ya no me muero. Y a partir de esos días con ella me fui viniendo arriba. Me pasaron a planta, me empezaron a dar de comer y cada día me encontraba mejor, aunque había perdido 15 kilos.
Me dieron el alta de ese hospital y me trasladaron a una residencia hospital de Villa del Prado (Madrid), donde permanecí mes y medio más para terminar mi recuperación. Todo iba bien menos mi enganche con la morfina, yo les pedía mis tres dosis, al menos, pero ellos me fueron rebajando ese tratamiento. Echaba de menos la morfina, tenía mono, vamos, así de potente era la sensación de placidez que me producía. Hasta que me la retiraron por completo.
Siete meses después de todo ya estaba en las calles de Pozuelo. El primer bar al que entré fue La Casica. Estuve una semana sin beber alcohol, hasta que me decidí a pedir mi primer vino después de la catástrofe. Y ese primer trago de vino me supo a gloria, no había perdido del todo mi sentido del gusto. Ahora me encuentro bien, aunque aún me fastidia la maldita úlcera y me canso mucho, y me parece un milagro haber sobrevivido a esta mierda. Y me llamaban flojo.
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