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Por Tony Capote
Roy Malone, un antiguo gangster de Chicago a quien llamaban “El tulipan” porque estaba cosido a balazos y, a pesar de ello, en su piel lucían las cicatrices como briosos tulipanes rojos recién cortados, tuvo un mal tropiezo aquella noche. El amor, el amor, ay Roy. Entre oscuras refriegas de sangre y plomo a Roy solo le latía en su piel el amor fou, apasionado y en silencio por Lucy La Boom, una cantante de cabaret entrada en años a quien los dioses de los bajos fondos, por su encanto invencible, le habían regalado para la eternidad la mirada y la sonrisa más hermosa y encantadora de la ciudad. Roy iba a verla todas las noches actuar al Bambino, un decadente club de Chicago que había perdido el esplendor de otros tiempos pero en el que aún temblaba en su aire de humo el fantasma de una gloria que pasó de largo como esos trenes de las praderas del Oeste.
Pero aquella noche Lucy no salió a cantar a ese viejo escenario de luces macilentas y chispeantes, por sus cortacircuitos, más bien. Y Roy preguntó por ella, y el maitre, que se llamaba Sam Logan, con lágrimas calientes resbalando por las palmas de sus manos, le soltó que Lucy se había marchado. Una nota escrita dejó clavada en la puerta de su desvencijado camerino: Adiós, aquella fue mi última canción. Me largo. Estoy harta de rascacielos y noches solitarias de cemento y asfalto. Me voy a otro lugar que desconozco pero donde pueda beber y morir entre las flores.
Entonces, Roy le pidió una botella de bourbon a Sam y una hoja de papel, y mientras vaciaba a tragos largos el licor en su coleto le escribió, a duras penas, una carta a Lucy, su gran amor secreto :
Qué profunda tristeza, invencible, siento en este momento fatal, pero no está mal así, sentir lo que siento, todo lo que he sentido, y lo que me resta por sentir, con todo el dolor que me hará sangrar, por poco que yo sangre. El dolor del amor, del sueño, de la ilusión, de la pasión y del adiós. Puedo gritarlo bien alto, a todo el mundo, a los que habitan todos los universos posibles e imposibles, desde el altar de la torre más grandiosa, desde las nubes de carbón y de algodón, desde el rincón en llamas de la estrella más lejana, desde el fondo de la barra de un bar de puerto de mar en el que se derrama Sinatra cantando “¨I've got you under my skin”. Puedo gritar hasta romperme la garganta que me he desbordado amándote. ¡Dios, qué manera de amar, lo nunca visto! Y por esa pasión tan escandalosa y sobrada de gracia y de belleza, vale más la pena morir que vivir. Así se puede morir, con el brillo en mis ojos del brillo triste y azul de los tuyos, de tu aliento y tu sonrisa de pequeña princesa del lago de mi último jardín. Allá donde estés, Lucy, quiero cantar contigo la última canción en una noche ciega donde tú seas la única estrella. Y entonces te pediría, bañado en lágrimas de plata, que nos largáramos los dos a morir y a gozar de ese amor pendiente entre las flores, como tú deseas, para siempre. Y a ese último confín viajaríamos juntos en un taxi que he comprado para tí.
Roy.
Roy firmó la nota, apuró de un trago la botella de bourbon, enrolló el papelito y lo introdujo en el frasco. Lo tapó con parsimonia, y lo metió en uno de los bolsillos de su abrigo. Salió del club, caminó largo rato hasta llegar a la brumosa ribera del puerto y arrojó la botella a las frías y revueltas aguas del lago Michigan. “Espero que seas muy feliz, Lucy, y que nos crucemos en algún lugar. Ese mensaje va por tí”, musitó Roy, como si brindara la muerte de un burel, mientras veía alejarse la botella entre el furioso oleaje. Se dio media vuelta, y deseó como nunca en su vida aspirar una larga calada de cigarrillo. Se palpó todos los bolsillos, y nada, como remate de aquella noche de mierda no encontró un solo pitillo que echarse a la boca. Cosas que pasan. Ω
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