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Por Germán Pose / Imagen: Carlos Regueira.
Se desespera el alma ante la tentación de lo prohibido. Esas cosas prohibidas que tienen un encanto secreto, como dejó dicho el romano Tácito. Ahí está esa imagen de Regueira, esa señal de prohibido aparcar semienterrada en la arena de una playa, que podría ser una calzada de adoquines, o un charco de barro blando. Lo prohibido que excita el deseo, que lo sacude y lo cita de largo, como si fuera Chenel ante un bonito burel, de lila y oro en el centro del ruedo de Las Ventas. La arena se rebela ante la placa, a la que se va comiendo lentamente, como una serpiente pitón a su desgraciada presa. Y le entran a uno ganas de tumbarse junto a la señal, sobre la arena ardiente y brava, y quedarse dormido como un niño, sumido en un sueño infinito y prohibido, entregado al encendido delirio de una gran pasión, también prohibida y tan lejos de la razón. Ω
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