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Por Juan Carlos de Laiglesia
jc.laiglesia@gmail.com
Lo decía León Felipe y lo suscribo: “Yo no sé muchas cosas, es verdad / Digo tan sólo lo que he visto”. Por eso, y aún a riesgo de recaer en aquello que advertía Antonio Gala (¡dónde estará!) en aquellas memorias suyas que tituló “Ahora hablaré de mí”, cuando la animosa Carmen Millán me sugirió como tema de marzo lo del día del padre, supe que hablaría del mío. Dudé si trufar mi artículo de llamativos nombres propios, anécdotas históricas o moralejas más universales. Me dije “No, hombre, no hables más de ti que te la juegas, mira que ya has dado la murga con lo de por qué eres periodista, mira que no eres ninguna celebridad. A quién le va a importar tu vida. Vas a cansar a los benditos de Pozuelo IN”. Pero es que se me ve mucho el plumero cuando escribo de lo que no sé. Y me gusta escribir. Y me gusta escribir sobre mi padre. Me parece el enfoque más honesto porque además tal vez refleje (por connivencia o contraste) la historia de otros padres y otros hijos.
Yo adoro a Marcel Proust y se han vuelto a poner de moda los novelistas que hablan de su familia, de sus padres. Manuel Vilas, el noruego Karl Ove Knausgard y Fernando Aramburu diseccionan en público los recovecos de esa relación tan decisiva en nuestra construcción personal. También autores menores en calidad y en indulgencia para con sus ancestros. Yo invoco a mi padre cada vez que me siento incapaz, cada vez que me doy excusas. Y vuelvo a ver las pilas de folios que fabricaba sin descanso, robándole tiempo al sueño tras su trabajo oficial y alimenticio.
Juan Antonio de Laiglesia nació en Madrid el año de la Revolución Soviética y pasó de la adolescencia a la juventud sin asomarse a la calle por si las bombas, aunque no pudo evitar que una de ellas hiciera blanco en el salón del consulado donde se refugiaba. La infancia regalada entre mimos de ‘nurses’ y ‘fräuleins’ quedaba muy atrás cuando se casó en los años cuarenta y se encontró en los cincuenta con cinco bocas que alimentar, cinco cuerpecitos que vestir y cinco colegitos que pagar. Incapaz de renunciar a su vocación literaria, publicó muchos cuentos, comics, novelas y obras de teatro con las que obtuvo premios. Producía febrilmente miles de hojas en una máquina de escribir portátil Hermes Baby prodigiosamente fértil cuya apariencia de juguete acentuaba el contraste entre la fragilidad de la herramienta y la férrea voluntad del escritor.
Entre otras muchas cosas, mi padre no le hizo ascos a escribir novelitas por encargo bajo seudónimo donde las estrellas infantiles de los sesenta eran protagonistas y les inventó aventuras a Rocío Dúrcal y a Marisol, que posaban en la portada. Aún se ven en algunos puestos del Rastro, colgaditas con pinzas de la ropa, como reliquias íntimas que mis ojos de niño vieron en su despacho y ahora se exponen a la vista de cualquiera. Me hacen llorar de agradecimiento hasta un extremo que ya nunca conocerá el autor de esas novelitas y de mis días.
¿Y eso de que “padre no hay más que dos”? Pues claro, es muy fácil. Igual que “madre no hay más que una”, todo hombre lleva encima dos padres, el que le tocó y ése que él mismo llega a ser cuando comete la valentía de tener hijos. Y sobre el padre en que se convierte planean además el que cree que debería ser y el que le gustaría haber sido porque no se termina de ser padre mientras haya un hijo. Es un oficio sin máster ni entrega de diplomas.
Si resulta difícil ser hombre en el siglo XXI, ya padre ni te digo. Para ser hombre hoy nos toca pedir perdón por las tropelías históricas de nuestro género y para ser padre hay que estar directamente loco. Pero quien no lo sea se habrá perdido una vivencia esencial y la respuesta animal a todas las preguntas.
Lo siento, sigo hablando de mí, pero es que no recuerdo una felicidad más auténtica que la de esa mañana en que mi mujer, con una emoción teñida de zozobra por cómo recibiría yo la noticia, me dijo que esperaba nuestro primer hijo. Ni encuentro un instante que dé significado a la palabra ‘plenitud’ como el de acoger en mis brazos a aquel ser diminuto entre pañales. Inmediatamente sentí que no solo se me parecía sino que me ‘resumía’. Como un yo concentrado, era una cápsula de vida nueva que sin embargo parecía ligada ya a mí desde siempre y para siempre por un amor incondicional. Ese día comprendí el universo. Su explicación no estaba en las estrellas sino entre mis manos. Nos conviene recordar estas cosas que olvidamos viviendo entre un afán y otro porque nos explican más del mundo y de nosotros que los tratados de sabios y las últimas noticias. Después la rutina, el tiempo, los problemas, nos van enfriando el carácter y nos dibujan un perfil metálico de supervivientes. Y llegan las discusiones, las dudas. ¿Qué debería estudiar?, ¿le tratarán bien sus compañeros?, ¿tiene amigos?, ¿destacará?, debería ser más sociable, o no tanto. Y las riñas porque llega tarde o demasiado pronto, las dudas sobre sus compañías, las comparaciones, sus traspiés. Y nos va creciendo una armadura de padre contradictorio, improvisado: Hoy autoritario, mañana blando, hoy firme, mañana divertido para compensar. Ellos observan lo que hacemos y cómo reaccionamos en cada nueva situación, somos el centro de su universo. Y el padre se devana los sesos: ¿cómo hacerme interesante para él?, ¿cómo lograr que me siga queriendo siempre, pase lo que pase?... Añadimos capas y más capas a esa armadura construida con nuestras inseguridades hasta que perdemos de vista el corazón caliente que nos latía la mañana en que su cabecita florecía entre pañales, y se nos parecía tanto y dependía totalmente de nuestra protección. Entonces no había nada que pensar.
Con el tiempo uno empieza a dar importancia a lo que de verdad la tiene. Y está bien progresar en los negocios, crecer en la profesión, aficionarse al paddle o al surf y preferir el mar a la montaña, pero seas amarillo, rojo, blanco o negro, si algo nos permite reconocernos es el rostro de un hijo. Dicen que uno reflexiona sobre estos asuntos al avanzar la madurez y es verdad que hay una sabiduría biológica en los ciclos vitales y apenas sé de padres que no hayan obtenido la absolución de sus hijos con el paso del tiempo por muy equivocados que estuvieran. No hay nada más cobarde ni más inútil que ajustar cuentas a posteriori por “el daño que me hicieron”, “lo que me limitaron” o “cómo me reprimieron”. Claro que nadie es perfecto, el hecho de procrear no te convierte en santo y hay padres que son ogros, pero me niego a pensar que incluso esos ogros no hayan vivido un instante de amor perfecto porque las verdades escasean y ser padre es una de las incontestables. Así que bienvenida sea la iniciativa de celebrarlo, la hayan inventado unos grandes almacenes o el vecino del quinto. Ω
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