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Por Tony Capote.
Uno puede escapar cada día, pero siempre en vano porque uno acaba llegando al mismo sitio. Al espacio infinito de su propia vida, que tiene marcado su final con hierro de fuego. Escapar es más fácil que quedarse quieto, que también es otra forma de huir. Quedarse quieto, parado es un momento sagrado que no es fácil de conseguir. Ese sitio sublime en el que el torero clava en la arena sus zapatillas negras ante la fiera, y no se mueve ni inmuta mientras le silba la muerte en una melodía de sangre y miedo.
Se puede escapar, pero sin salir corriendo; con una mirada, una palabra, a veces con un beso. Escapar sin rumbo, sin buscar una presa, ni un río, una nube o una montaña, porque en la huida no se encuentra nada. Por doquier acechan cuchillos afilados que apuntan a tu espalda. Escapar del terror de una vida abandonada, de ese torrente de tristeza que nunca se espanta.
Escapar, por ejemplo, de un amor en el que yacen entre el barro las viejas y marchitas miradas, los besos acartonados, los días lánguidos y las noches, convertidas en fruta negra y helada.
Y a lo lejos, o más cerca, siempre espera la parca. Como huir hacia ese amor imposible, que es el final de la escapada. Ω
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