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Hay palabras neutras y palabras fetiche... Por Juan Carlos de Laiglesia
Hay palabras neutras y palabras fetiche. Podemos estar ojeando un periódico con escasa atención, o echando un vistazo en diagonal a la primera página de una novela recién comprada para ver si hemos elegido bien. Muchas palabras nos pasarán inadvertidas, pero si en ese barrido descuidado detectamos la palabra “sexo”, casi seguro que nos fijaremos en la frase completa para saber qué se dice.
Hay palabras teñidas de tabú ancestral que despiertan una fibra poderosa en nuestro interior. Quizá por titular este artículo “sexo” el lector haya sentido más interés. O más reparo. Pero no lo he llamado así por mercadotecnia sino porque hace unos días asistí a una conversación que desde entonces no se me va de la cabeza.
La cola era breve en un supermercado de barrio. Una mujer mayor acaba de pagar y hace cucamonas al bebé que la mujer 2 lleva en su carrito, una criatura algo desvaída bajo su gorro con orejas de gato. La mujer 2, de ceño fruncido, parece tener mucho carácter.
La cortés mujer mayor hace a la mujer 2 la pregunta de manual:
-“¡Qué mono! ¿Es niño o niña?”.
-“Niña, de momento. Ya veremos lo que quiere ser de mayor”.
Allí, delante de la cajera china, que tal vez palidece o se sonroja sin que el occidental de la cola pueda distinguirlo.
Imagino a la pobre niña-de-momento teniendo que elegir lo que quiere ser de mayor desde la cuna, y no solamente si prefiere estudiar para ingeniera, pintora o bailarina, sino obligada a cuestionarse desde los cuatro años si será mejor cambiar de sexo. En vez de protegerla como dicta la biología, creo que esa mujer tan decidida y montaraz planea atosigarla con una libertad tan pesada que ya le propone dudas disfrazadas de opciones en lugar de esperar pacientemente a que esa niña-de-momento crezca para acompañar sus futuras decisiones. Parece encararse a ese bebé como a un conejillo de Indias con el que ensayar la máxima libertad humana posible más que como a la personita que habrá que formar y apoyar.
Cómo nos complicamos con el sexo. Es un material sensible que nos cuesta manejar y entender serenamente. Hay sexo de mil clases: el “sexo de los ángeles” de las discusiones bizantinas, el sexo-odio del violador sociópata, el sexo-arma arrojadiza de la feminazi, el sexo-miedo, el sexo-libertad, el sexo-comunión con el universo, el sexo-amor... Como el dinero, siempre es demasiado poco y, separado del amor, el sexo se considera algo cuantificable como un bien y se dice “tener” sexo: “X ha tenido sexo con Y”.
“Tener sexo”
Todos tenemos sexo, ¿pero qué es “tener sexo”? ¿”hacerlo?”, o como se decía castamente en otros tiempos, “¿acostarse?”. Las películas y las series televisivas han popularizado lo de “tener sexo” que suena a prospecto de medicamento como si fuera una alergia cutánea o una dolencia intestinal. “Sí, nos gustamos pero todavía no hemos “tenido sexo”. Qué cantidad de ridiculeces nos acechan cuando no tratamos las cosas con naturalidad.
La dimensión del concepto sexo es mutable e inmensa. Un gustoso picorcillo pasajero o el sentido universal de la vida. Es una cosa y la otra en diferentes momentos, y no dejamos de darle vueltas. Yo dirigía una revista que sacaba en su portada bellas mujeres ligeras de ropa, cosa hoy intolerable. El director de cine Luis García Berlanga era un conocido erotómano. Nos convocaron a los dos para debatir en público las diferencias entre erotismo y pornografía, que para él no existían. Nos tiramos hablando toda una tarde y al final creo que me consideró un retrógrado.
El sexo sirve para defender una tesis y su contraria. Madonna lo utilizó como provocación en su libro “Sex”, de 1992, posando en fotos muy tórridas con la modelo Naomi Campbell y con hombres musculosos. Lo explicaba así: "Este libro trata de sexo. El sexo no es amor. El amor no es sexo. Y lo mejor es cuando esos dos mundos se juntan”. Y su afición por el escándalo propagandístico no ha impedido que Madonna se convierta en un símbolo del poder femenino.
La mujer ha sido tan incomprendida y maltratada en la Historia que ahora toca asumir con paciencia los desafueros de algunas que se ofenden porque un hombre pretenda llevarles las maletas o cederles el asiento. Pero un hombre no debe sentirse culpable por haber nacido varón, ya que eso es inevitable… a menos que su madre se aficione a decir ”de momento”.
Volviendo al súper del barrio, percibo en esa “genética teledirigida” de la mujer 2 algo deshumanizado, una actitud como de laboratorio. Es bueno proporcionar la mayor libertad posible al bebé que llega a este mundo, pero aún es mejor reforzarle y orientarle hacia su felicidad cuando le lleguen sus propios conflictos en lugar de agobiarle con dilemas falsos antes de tiempo. El concepto de libertad para un adulto está condicionado por un pasado del que un recién nacido está libre. Pero como persona nacida en un siglo equivocado, a mí me hubiera gustado que mi madre hubiera tenido en cualquier súper esta otra conversación :
-“¡Qué bebé más mono! ¿Cuándo nació?
-En el siglo XX, de momento. Ya veremos en qué siglo quiere nacer de mayor”.
Porque siempre me identifiqué con el romanticismo del XIX, esos tiempos claroscuros que ponían la ensoñación y el sentimiento por delante de la razón. Aquellos novelones de amores imposibles, desesperados, tan alejados de lo pedestre, tan irreales y a la vez tan profundamente íntimos y verdaderos. Tiempos de mayor inteligencia porque lo cuerdo es asumir que los grandes enigmas nunca podrán resolverse y se trata de aceptarlos como misterios que nos engrandecen, que miran mas allá de la epidermis y que aspiran al sexo-amor, al sexo vertiginoso entre dos abismos que se acercan por un milagro. Sea o no posible tal cosa. Ω
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