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Equidistante del verano dorado y las navidades blancas, Noviembre es un mes en tierra de nadie... Por Juan Carlos de Laiglesia
Equidistante del verano dorado y las navidades blancas, Noviembre es un mes en tierra de nadie, por así decirlo, como Febrero, un mes para fantasear con viajes que aún no se han hecho y recordar los que se hicieron.
El primer viaje de mi vida, a los doce años, me llevó con mis padres a Milán para visitar a un hermano que estudiaba allí. La ilusión de salir de España y subirme a un avión por primera vez me impidió dormir varias noches hasta que llegó el momento de embarcar. Ya en Italia, apuramos los días recorriendo en coche Padua, Florencia, Pisa y Venecia, en un verdadero maratón para saciar las ansias de ver, de conocer. Pero Milán era el principal objetivo y allí visité la tumba de mi santo Carlos Borromeo (que se celebra este mes) situada detrás del altar de la catedral. Sobrecogido por la grandiosidad del Duomo, recuerdo que me pregunté entonces porqué mis padres habrían elegido un santo tan aristocrático para nombrarme. Años después comprendí que encajaba con la leyenda que me habían ido transmitiendo según la cual desciendo de virreyes del Perú y mi padre había hecho “pipí en alfombras de nudo” desde que era un niño de teta. Ventoleras como para volver tarumba a cualquier niño.
Medio siglo más tarde, el viaje por hacer que me ilusiona es el de Kioto y sus templos zen. De templo en templo y tiro porque me toca.
Noviembre está tan señalado por los viajes inusuales que se estrena homenajeando a quienes han culminado su viaje definitivo. Algo así ha hecho Fernando Savater con el libro que comentaba el mes pasado. Como dije, fui a su presentación de “La peor parte” y vi que al filósofo donostiarra, además de recordar a su esposa con lágrimas en los ojos, le interesaba mucho insistir en que ella era la impulsora de las acciones que los dos protagonizaron contra el terrorismo etarra en el País Vasco, por lo que vivían amenazados y con escolta. En el otro extremo de escritor marcado políticamente, a Peter Handke casi le hace falta llevar escolta desde que le han dado el Nobel y todo el mundo ha recordado la defensa que hizo de la supremacía serbia y la brutalidad de Milosevic en las guerras yugoslavas. No dudo de su mérito literario pero nunca me tocó el corazón como Winfried Sebald cuyo “Austerlitz” releo esto días.
Mientras se concreta mi viaje a Kioto devoro en el sofá una cantidad de series de HBO y Netflix preocupante si no fuera porque el otoño lo pide y la pantalla es la nueva chimenea del solitario. En pocas semanas han “caído” The Wire completa y las últimas temporadas de The Deuce, The Good Place, Peaky Blinders, Marianne, Succession y El método Kominsky. Esta última es una verdadera joya cómica con un Michael Douglas crepuscular que se toma a cachondeo las miserias de la edad provecta. ¡Ah!, y en el cine, me he apuntado a la legión de fans de “Joker”, mucho más que una película de antihéroes, una película con profundidad y un Joaquin Phoenix que se supera a sí mismo.
Me llaman para salir en un programa de Antena 3 hablando de Miguel Bosé. Es por aquella biografía de Alejandro Sanz que escribí hace mucho, cuando Alejandro vivía en la casa de Miguel en Somosaguas. Por lo visto proliferan los programas sobre estirpes de famosos y cada cadena tiene la suya. Es la nueva forma de difundir la cultura y la historia, aborregándose con el relato de gestas menores. Me niego a participar alegando que tengo poco que aportar pero en el fondo, lo confieso, me encantaría que me dedicaran a mí un programa así.
Nadie está libre de vanidad y orgullo aunque el éxito alcanzado en la edad madura se digiere mejor que la celebridad que te persigue desde la cuna sin comerla ni beberla. Por ejemplo la euforia de Manuel Vilas, poeta para minorías hasta que cautivó con su “Ordesa” y ahora flamante finalista con su continuación optimista “Alegría”, del Premio Planeta, el más denostado por quienes no lo tienen porque supone un montón de pasta. A Vilas, con 57 años cumplidos, se le trasluce una satisfacción madura en los tweets. Cuando se ha pasado por la noche oscura de la vida, un despertar brillante sabe mejor porque se piensa más merecido y ya no da lugar a la altanería boba de un recién llegado.
No puedo terminar este Mirador sin mencionar mi hallazgo reciente más especial. Desde que una amiga de Pozuelo me la recomendó y me instalé esa aplicación en el móvil, no puedo vivir sin ella (sin la aplicación). Es un escáner de calidad llamado Yuka que solo hay que enfocar al código de barras de cualquier producto y te cuenta si tiene demasiada sal o grasas saturadas, y te busca opciones más saludables que normalmente no venden en el lugar donde estás. Eso frustra un poco, pero ya soy incapaz de aventurarme en el supermercado sin enfilar todo producto que veo para que la App me cuente sus propiedades. Noto que casi todo lo que me gusta se considera “malo” y cuanto más insípida sea una opción se la califica como más “buena”.
Claro que el invento tiene sus problemillas. Me advirtieron que solamente califica productos alimenticios o de tocador, pero la tentación era tan grande que empecé a usarlo por la calle. Como Charlot en Tiempos Modernos, que no podía dejar de apretar tornillos cuando salía de la siniestra fábrica donde trabajaba, yo le voy apuntando a todo el que me encuentro con la esperanza de que la aplicación me aclare si son buenos o malos.
El otro día escaneé a una mujer para ver si teníamos futuro.
Y la aplicación dio su veredicto. Ω
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