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Por May Paredes
Se avecina, como cada año, el temido cambio horario y con él la clásica tristeza preinvernal. Esa luz interminable que nos ha alegrado estos meses se marcha prometiendo volver y a nosotros nos parece un robo, un arrebato y, por ende, un drama.
Tantos días evitando salir a la calle por temor a una letal insolación o protegernos de morir por un despiadado golpe de calor como si fuéramos turistas japoneses en una corrida de toros en Las Ventas en pleno mes de agosto —por cierto, caso verídico del que fui testigo—. Pero esa es otra historia.
Ahora lo suyo es quedar con los amigos, la pareja o salir a hacer nuestras compras cada vez que vemos un rayo de sol, tras haberle preguntado a Alexa mil veces por el tiempo.
Se vienen días de recoger setas, unos, y/o de ir al cine, otros.
Pero qué difícil nos lo ponen a los que no recogemos los preciados hongos. La cartelera es hostil y la oferta cinematográfica es tan escasa como poco atrayente y nada ilusionante.
Y así, entre lluvias prometidas que nunca llegan y fríos que aparecen de golpe como si alguien hubiera abierto la puerta de una nevera industrial, vamos encajando el nuevo horario a trompicones. Los días se nos hacen más cortos y las noches más largas, pero no esas noches eternas de verano en las que aún a las once quedaba luz para improvisar una terraza. No. Estas noches llegan demasiado pronto, casi sin pedir permiso, y nos recuerdan que hemos cambiado las cervezas al aire libre por las infusiones humeantes en la cocina porque el destemple hace que el cuerpo exija algo calentito.
Dicen los expertos que el cuerpo se adapta, que es cuestión de ritmo circadiano, de melatonina, bla, bla, bla… y muchos blas más.
Pero la verdad es que no hay vitamina D que compense la depresión de acabar de comer y ver que ya es prácticamente noche cerrada o salir del trabajo y descubrir que el sol ya se ha marchado y que llegas a casa a las tantas. Es como un abandono silencioso, cruel.
Claro que siempre hay quien lo celebra: los amantes de la manta, de las velas encendidas y de las maratones de series que jamás terminan. Ellos viven este cambio horario como una especie de excusa institucionalizada para recluirse con total legitimidad. Y mientras tanto, los demás seguimos buscando un plan, algo que nos devuelva la ilusión. Ya lo dijo Erasmo de Rotterdam: bendita...ya sabemos como termina la frase.
Quizá sea momento de reconciliarnos con lo pequeño: un café compartido, un libro pendiente, la lluvia golpeando los cristales. O incluso de aceptar que no pasa nada por aburrirse un poco, porque al final, cada otoño nos trae la misma lección: que lo efímero del verano es precisamente lo que lo hace tan valioso, y que la verdad de dicha enseñanza es que aun vienen meses más duros y esto es tan solo un entrenamiento para estar en plena forma cuando el General Invierno tome nuestro hemisferio. Superemos el lamento y dejémonos de dramas, que la cerveza está igual de rica todo el año y para eso somos madrileños. Ω
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