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Por Juan Carlos de Laiglesia
jc.laiglesia@gmail.com
No fue una vocación precoz como las de esos niños que cierran el puño cual micrófono y retransmiten la carrera de chapas en el patio del colegio, o la de Iker Jiménez que ya se grababa a los catorce imaginándose en programas sobre ovnis. No. Lo mío era observar. En todo caso cantar, pero para eso no tuve valentía. Deambulé como todos por pupitres, aprendiendo de memoria lo que se me ordenaba pensando en otra cosa y con la mirada perdida por la ventana siguiendo el vuelo de las golondrinas.
Pasaron aquellos años y llegaron otras aulas que me instruyeron sobre cosas que me interesaban aún menos que el cálculo o la física. Leyes. Ya sabemos que estudia Derecho quien no sabe qué estudiar, o quien desearía no estudiar absolutamente nada y tan solo vivir dejando que la vida le enseñe lo que deba.
Pero la cabra tira al monte y la curiosidad, una curiosidad difusa pero persistente, seguía ahí, tras esos ojillos aturdidos que no sabían qué camino tomar ni entendían que fuera obligatorio tomar alguno. Se nos vende demasiado el poder omnímodo de la voluntad, “si quieres, puedes”, “los sueños se logran si de verdad te lo propones”, pero esa mítica es la antesala de la frustración, porque ¿cómo se queda quien se propone un sueño y no lo consigue? Además, no todo el mundo tiene “un sueño”. Eso son inventos del marketing. A veces el oficio que uno practica en la vida es fruto de un propósito férreo como el de Penélope Cruz que ya a los quince años se veía en Hollywood, y otras la vida te lo pone delante por descarte, después de varias probaturas. En mi caso no había tantos sueños como curiosidad por la vida y un dejarse llevar. Así que tras una parada más bien cómica en un despacho de abogados muy pujante, la sociedad me devolvió a la calle con la conciencia tranquila. Había cumplido mis deberes para con mis sacrificados padres. Había intentado integrarme como un buen chico, pero no funcionó.
De la intemperie me recogió, tras picotear varios oficios improbables (doblador, modelo, figurante en el teatro), un conocido que dirigía una revista pija underground que se repartía gratis en la discoteca Pachá. Esto ocurrió hace casi cuarenta años, y hoy me pregunto porqué sigo siendo periodista.
Creo que mientras iba decidiendo qué hacer con mi vida no era mala solución vivir las vidas de muchos. ¿Por qué
conformarme con una si podía asomarme a miles? El periodismo que hacía y hago no trata de noticias sino de personas. Las noticias me interesan poco o nada y en cambio el zoológico humano se renueva constantemente. Así que como periodista vampírico he disfrutado capturando instantáneas de hombres y mujeres, cada cual con su historia, su carga y su mensaje, que me han prestado parte de su tiempo, que se han abierto fugazmente a mi observación y de alguna manera han ‘pasado por mí’ antes de llegar al lector. Han sido cientos, quizá ya miles de notables en distintos terrenos los que me han dejado su poso al ‘pasar por mí’. Doy las gracias a todos ellos, a los odiosos y a las maravillosas.
Hay gente de mi generación que sólo sabe hablar de La Movida. Se han quedado colgados en aquel tiempo. Mi viaje de vuelta va más allá, al origen, hacia a la infancia. ¿Por qué detenerse en los veinte años cuando desconocemos el principio y el final de todas las cosas? Creo que sigo siendo periodista porque mientras dudo qué hacer con mi vida lo voy haciendo y me sigue produciendo placer conversar con personas que me interesan. Disfruto desentrañando los mensajes que encierran las fotografías de Chema Madoz con su autor y cuarenta años después de La Movida prefiero contagiarme de poprock con los veinteañeros Carolina Durante, vivir con ellos esa energía.
Este oficio me permite escuchar de primera mano los desaforados proyectos del visionario mundial de la gastronomía Ferrán Adriá o el sereno diagnóstico de un Emilio Ontiveros sobre la marcha de la economía global. Y ese vértigo me salvaguarda de nostalgias porque siempre hay otra vida más adelante que me tienta a conocerla, una nueva curiosidad por saciar.
Así que mientras uno siente el resquemor de no haber concluido nada se entrega a lo único que hay, a un devenir constante que no se detiene y esa forma de vivir encaja más exactamente con la realidad, con aquello en que la vida consiste. Nadie está obligado a ser mejor que nadie y nuestro paso por la vida ya es motivo de celebración. Decía el escritor Manuel Vilas que habría que valorar el hecho de despertarte por la mañana, abrir la ventana y que entre la luz como un milagro suficiente para estar vivos. Pero nos obsesionamos con ‘permanecer’, con hacer algo muy grande que nos justifique, con que los demás nos otorguen una fama que suba nuestra cotización. Y olvidamos que esa fama, grande o pequeña, siempre será un préstamo que se nos puede retirar, no un tesoro propio. Será ficción.
Mi destino es no madurar nunca en el sentido convencional, no dar jamás el círculo por cerrado, pero ¿no es ése el de cualquiera? Una vez me dijo Felipe González que un político debe asumir que nunca verá su proyecto terminado, que el hombre no recibe el premio de ver realizadas sus quimeras. ¿Y cómo tomar un camino entre todos los posibles sin renunciar a otros?
Cuando imagino mi futuro veo el rostro de un niño sonriente, sin temores, que revela una plenitud alcanzada en la edad temprana y que la vida no hizo sino rellenar de anécdotas. Todo estaba ahí desde el principio como reza una sentencia zen: ‘No corras, el único lugar al que debes llegar es a ti mismo’. Así que hace tiempo que dejé de vivir como si, siempre, hubiera una fiesta más divertida calle arriba. Ω
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