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Por Micaela Malaussena - Hoy, 17 de noviembre de 2025, se cumplen veintiséis años de la muerte de Enrique Urquijo, uno de los músicos más queridos y vulnerables de la movida madrileña. Cada aniversario despierta una mezcla difícil de explicar: algo de tristeza, algo de ternura, y ese pellizco en el estómago que dejan los artistas cuya vida se apagó demasiado pronto. Su partida, un día como hoy en 1999, continúa siendo un eco que nunca termina de desvanecerse.
Enrique fue, según quienes más le conocieron, un hombre de emociones sin filtro. “Sensible, frágil, vulnerable”. Tres palabras que se repiten una y otra vez cuando amigos, familiares y compañeros de escenario tratan de describirle. Una sensibilidad que lo convertía en un compositor único, capaz de cantar al dolor sin imposturas, de exponer en cada verso aquello que muchos callaban.
La jornada del 17 de noviembre sigue asociada a aquel impacto colectivo. Su cuerpo apareció sin vida en un portal de la calle Espíritu Santo, en pleno corazón de Malasaña. Tenía solo 39 años. La noticia dejó helado a un país que había encontrado en sus canciones una manera de hacerse preguntas —y a veces de sobrevivir— cuando la vida se volvía cuesta arriba.

Ese mismo dolor lo recuerda su hermano Álvaro Urquijo, quien en una entrevista concedida a Pozuelo IN en enero de 2022 hablaba de Enrique con una mezcla de orgullo y desconsuelo. Definía a su hermano como alguien “de otra pasta”, un músico que vivía cada emoción con una intensidad desbordante, incapaz de blindarse frente a los golpes. Álvaro, aún entonces, confesaba que algunas heridas “no se cierran nunca del todo”.
En los últimos días de Enrique confluyeron la esperanza y la caída. Salió voluntariamente del centro en el que trataba de recuperarse y, con apenas algo de dinero en el bolsillo, regresó a las viejas rutas que tantos problemas habían traído. Su hermano y su pareja alertaron a la policía, pero sin orden judicial no pudieron intervenir. Aquella secuencia, reconstruida mil veces por sus allegados, sigue provocando un silencio pesado, ese que deja la sensación de que todo pudo ser diferente.
Quienes lo conocieron afirman que Enrique cargaba con un dolor antiguo, difícil de nombrar. Su responsable de prensa durante años, Ana González, contaba que él mismo hablaba a menudo de esa herida interior, de un sufrimiento que parecía perseguirlo. “A Enrique le dolía la vida”, decía. Y esa verdad, tan cruda, se filtraba en sus letras con una honestidad estremecedora.

El año 1994 marcó un punto de inflexión para él. Fue el nacimiento de su hija, María, y también el comienzo de un periodo de terapia que intentó sostenerle cuando la adicción amenazaba con desbordarlo. Aquella etapa dejó dos canciones que ya forman parte de la memoria sentimental del país: Agárrate a mí, María y Pero a tu lado. Dos declaraciones de amor que aún hoy siguen estremeciendo incluso a quienes no vivieron aquella época.
La historia de Enrique es también la historia de una generación. Los años ochenta trajeron consigo una explosión de creatividad, pero también una irrupción masiva de drogas duras que se llevó por delante a muchos jóvenes. A él le golpeó pronto, demasiado pronto. La muerte de su amigo Canito, batería de su primera banda, fue otro de esos quiebres que nunca terminó de cicatrizar.
Y aun así, pese a las sombras, queda un legado luminoso. Una manera de escribir desde la herida, de buscar la belleza en mitad del desorden. Una voz que, dos décadas después, sigue acompañando a quienes necesitan una canción que les entienda mejor que nadie. Ese es, quizá, el mayor misterio de los artistas como Enrique: se marchan, pero no se van.
Hoy, 17 de noviembre, muchas personas vuelven a escuchar Déjame, Ojos de gata, A tu lado o Quiero beber hasta perder el control. Lo hacen en silencio, mientras recuerdan dónde estaban cuando sonó por primera vez, o qué momento de su vida se quedó atrapado en esos acordes. Lo hacen porque la música tiene esa extraña capacidad de sostener, incluso cuando quien la escribió ya no está.
Enrique Urquijo murió un día como hoy. Pero su obra —frágil, valiente, profundamente humana— sigue viva. Y quizá, en eso, encuentre por fin un descanso que en vida se le hizo esquivo.
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