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Por Germán Pose - Era la última corrida de la temporada en Las Ventas, pero nadie podía saber que, también, era la última faena de Morante de la Puebla como matador de toros. Se arrancó la coleta él solo en mitad del ruedo y la plaza se quedó muda.
Aún corren las lágrimas ya secas y el vaho amargo de los alientos de los aficionados por la calle de Alcalá tras el apocalipsis de la tarde venteña de este 12 de octubre, que vaya día de la fiesta de España. Era la tarde de la despedida de los ruedos del gran matador, casi gladiador, taurino madrileño Fernando Robleño y los nubarrones que acechaban el barrio de Las Ventas no parecían traer buen agüero. Los toros de Garcigrande, bien armados, acometían inciertos aunque sin ansia de sangre en sus pitones. El novato Sergio Rodríguez confirmaba su alternativa y Morante le mimó en su saludo de padrino. Todo normal hasta que llegó el momento.
Morante de la Puebla, matador de romance, arte, hondura y pellizco, intervino por la mañana en el festival taurino en honor a Antonio Chenel “Antoñete”, a quien se dedicó una escultura, que ya es eterna, enfrente de la puerta Grande de Las Ventas. 25.000 personas asistieron a ese culto sublime en el que brilló por todo lo alto un Curro Vázquez inmortal, maestro de postín con figura de jilguero y capote y muleta de conquistador de almas a sus setenta y tantos abriles. Emoción de verdad en los tendidos, pero lo más estremecedor estaba por llegar.

Por la tarde, otras 25.000 personas esperaban el paseillo de Morante, Robleño y Rodríguez. Y salió el segundo Garcigrande de Morante, toraco bien armado y de incierta embestida con el que se embraguetó el sevillano en su estilo expresionista con el capote, ceñedísimo y flamenco, patillas de hacha y mullidas hasta que el burel le levantó las zapatillas de la arena y lo lanzó por los aires. Morante cayó mal, parecía un muñeco desarmado, casi inconsciente se lo llevaron al callejón. No tenía cornada, pero sí un tremendo golpetón. Y entre aguas benditas y masajes de cariño se rehízo y, medio aturdido, volvió al ruedo con la muleta en la mano, como un Clint Eastwood saliendo de aquel salón desolado.
Y construyó en su delirio de sueño una faena increíble, daliniana, y ya memorable, porque nadie sabía que era su última faena. Con la derecha y al natural, ¡vaya faena! Y luego se cuadró, medio inconsciente para acabar con el bicho y de una soberbia estocada dio punto final a su vida. El público se desparramó con sus pañuelos, dos orejas. Y, ay.
Esa vuelta al ruedo, tan aturdido y empapado en sudor y lágrimas, y al medio minuto del paseo circular clava Morante sus zapatillas frente al tendido 1 y se arranca la coleta tan tranquilo aunque uno vio que le lloraban sus patillas y el oro de su chaquetilla crujió de dolor. Morante se estaba cortando la coleta, Morante se retira, antes de salir en hombros, por segunda vez, por la Puerta Grande de Las Ventas. Y nadie se lo creía.
Aún corren las lágrimas secas y el vaho de tristeza de los aficionados por la calle de Alcalá. Se retira un torero. Mañana será otro día.
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