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Se bajó el telón en el ayuntamiento de Pozuelo de Alarcón con la despedida agridulce de la alcaldesa Susana Pérez Quislant, que repartió parabienes y también cierta estopa en su hora del adiós. El caso es que se terminó el chollo para Quislant y, como ocurre con los toros inútiles, impedidos y macilentos, le mostraron el pañuelo verde y de su sillón de mando fue enviada a los corrales. Esta es la crónica taurina de su triste y esperada despedida.
Por Germán Pose - Todo está en los toros, se ha comentado a lo largo de los tiempos con mucho fundamento, y ahora que regresa la gran temporada taurina, con mayor motivo. El universo de los toros, en su propia ceremonia de misterio, reúne todos los detalles, lances y matices del propio enigma de la vida. Y la sublime riqueza del léxico taurómaco liga, con sus obligados requiebros, con las maneras de vivir, de sentir y de morir en este viaje nuestro hacia ninguna parte.
Así que hablemos de toros como metáfora deslumbrante de la faena de la vida. Y relatemos, a vuela pluma, la crónica metafórica de la faena bochornosa que ha desplegado en su plaza de albero sucio de Pozuelo la Quislant, como toro, durante los años de su mandato de alcaldesa.
Desde el principio, ella, el toro, salió abanto, huidizo de cites y capotes, buscando el refugio de las tablas con la cara alta, bronco, repartiendo hachazos al viento y derramando soberbia y desesperación. El toro, de ganadería postinera, era un zambombo, negro de capa y listón, fuera de tipo, pobre de cara, aunque astifino y levantando a cada paso sus manitas, como primer síntoma de mansedumbre furiosa. Con cuello corto y morrillo aplanado, de andares destartalados, blando de remos y mostrando, de forma obscena, la evidente invalidez de sus cuartos traseros.
El público estalla en estridentes protestas y algunos pañuelos verdes flamean en los tendidos. Cuchicheos en el palco presidencial y consulta a asesores, que se hacen los longuis. Entre tanto, paciencia en el palco, cambio de tercio en el ruedo y fatigas de saliva gorda entre las cuadrillas para acercar el toro al caballo. Y el morlaco morucho tararí que te ví, que ahí no me la clavas tú. Al primer amago de picotazo el burel sale espantado y rebrincado del encuentro y se lanza a tropezones y desplomándose torpemente en la arena en su camino cobarde hacia los toriles, de donde se desprende un espeso aroma a bosta ardiente, que es su ensueño.
Los subalternos tiran de recursos capoteros, pero nada, no hay manera, y el toro vuelve al suelo con las patas hacia arriba. Y los tendidos ya son un clamor de protestas incendiadas. El morucho se llama Quislant y ni la destreza del picador intentado la suerte de la “carioca” para los toros mansos logra retener al bicho en el peto de su caballo. La situación parece insostenible. El publico se rebela desesperado, vuelven las consultas y cuchicheos al palco y el presidente asiente con un gesto claro a uno de sus fieles asesores.
La decisión está tomada. Saca el gerifalte el pañuelo verde y el toro lo manda al corral. Ahora la faena es para Florito, el majestuoso mayoral de Las Ventas. Y tras un abanico de sofocones el corrompido animal regresa a los corrales por inválido para la función. Y allí recibirá su merecido matarile por falta de condiciones para merecer una muerte brava y de gloria en la arena del Monumental coso. El toro se llamaba Quislant y no tuvo un solo pase. Descanse en paz.
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