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Días atrás se ha cruzado en mi vida un loro, que no está disecado, como el loro de Flaubert, que va, este loro está en la plenitud de su vida, puro vigor. Tengo entendido que el loro es de las aves más inteligentes y, también, muy rencoroso. Lo que más me inquieta es la naturalidad excelsa con la que es capaz de adoptar las dos caras, el bien y el mal. Este pájaro no dispara a lo tonto. Tiene alta escuela, bien es sabida su histórica y estrecha relación con los jefes corsarios. Pues bien, este loro que digo, al pasar a su lado te dice hola y buenos días con la tierna frescura de Heidi y, al poco rato, te puede hacer rebrincar del susto con uno de los horribles graznidos del cuervo que parece haberle poseído. O lo hace para que no te vengas arriba o es un cabronazo, una de dos. Este loro es de una belleza suprema, con un plumaje de arco iris espectacular, llama la atención dentro de su magnífica jaula, dando prestancia a un exquisito y elegante bar de hotel noble de verano. Pero un día lo ignoré casi sin querer y no me lo perdona. Los loros y su maldita soberbia. Ya no me dice hola al pasar, solo me gruñe miserablemente. Y yo le saco la lengua, sé que le fastidia. Creo que lo nuestro ya no tiene solución. (Me acabo de enterar de que no es loro, sino lora, se llama Bea y tiene siete años. ¿Hasta cuándo me guardará rencor?, me pregunto).
El añorado amigo Jorge Berlanga, en uno de nuestros revoltosos y exuberantes viajes a Mallorca acuñó un término brillante que definía la extraña sensación que envuelve al forastero cuando recala en la isla: el efecto ensaimada. Llega uno a Mallorca, con su despiste habitual y su resaca dandy, de un bar de Chamberí y al poco rato empieza a sentir una misteriosa danza que va sometiendo lentamente todo el cuerpo hasta instalarse en el interior de la cabeza, en uno u otro hemisferio, indistintamente. En la primera fase del encantamiento uno pierde la noción del espacio y siente que está en un sitio y luego, en otro, o en los dos a la vez. La confusión va penetrando limpia, como cuchillo en mantequilla. Y en una perfecta ligazón cósmica, sin ningún sobresalto, el tiempo se desvanece de la mano de la razón. Y pasan cosas, queda uno en manos del disparate, a la deriva. El firmante de la cosa se ha visto, en tiempos lejanos, aguantando una serenata de Kevin Ayers un macilento atardecer de lunes en una cala de hippis o enseñándole a Michael Douglas los misterios del toreo con una chaqueta de lino, bajo el cielo estrellado, en su mansión de Valldemosa. Es el efecto ensaimada. Luego, eso sí, al regreso del sicodélico viaje nadie se va de rositas, siempre se rompe algún plato en esos estadios paralelos y te pasan la factura. Y no digas que fue un sueño, que te hacen picadillo para sobrasada.
Con tanto trajín de vida y vértigo -dejé dicho aquí, en capítulo anterior, que hasta la trepidante velocidad de giro de la Tierra va en aumento-, con tanta presión y exigencia vital, pararse, estar quieto, inmóvil viene a ser una actitud de rebeldía frente al odioso sistema de las cosas. En su “Elogio de la ociosidad” lo sostuvo B. Rusell -también Lafargue, a su manera-,: la pereza, una actitud no necesariamente virtuosa, pero sí subversiva a tanta maldita expectativa. Porque es falso que el trabajo dignifique. Ha quedado registrado que trabajar viene a ser un castigo divino, una maldición que empobrece la mayoría de las vidas. Incluso las tareas más nobles, como la creación artística, se convierten en algo desagradable cuando se hacen a cambio de un salario. También es mi caso, aunque parezca que me deslizo con placidez en estas líneas veraniegas a la sombra de una palmera y pegado a un wodka con limón. Sorbo a sorbo, espantando alguna mosca con desgana, vuelvo a Oblómov, ese personaje asombroso del inmenso escritor ruso Ivan Goncharov. Ese Oblómov perezoso, letárgico, mediocre, abúlico, que sacrifica sus sueños a la inacción. Y también a Melville, con su vaporoso Bartleby el escribiente, quien un día, a lo tonto, decide pararse, no hacer nada; preferiría no hacerlo, comentaba tan pancho a su jefe cuando le encomendaba alguna misión. Quedarse quieto, como don Tancredo en el ruedo, no actuar ni tomar decisiones para las que no estamos preparados, ni falta que hace. Así que optemos por observar la belleza de las cosas y mandar de vacaciones a la jodida sinrazón. Me estoy alargando y la palmera y el wodka me reclaman. Ya, hasta me cuesta empinar la copa. Voy a tener que tirarme a las pajitas largas de plástico, ahora que las han prohibido.
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