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Tan vivo y coleando lo justo un agente especial de Pozuelo IN se adentra en las dulces aguas mediterráneas sin zambullirse en exceso, más bien se “hace el muerto”, abandonándose al capricho de las olas. Hacerse el muerto no es mala técnica cuando te rodea la balacera de la vida y el tambor del revólver se ha quedado vacío, convertido en un objeto tan bello como inútil. Y ahí permanece uno, flotando como una pluma de ganso, entregado, al albur de las cosas que deberían pasar. No es fácil hacerse el muerto. Me recordó una noche de bruma y cohetes de artificio lejanos el vate griego Kazantzakis durante una orgía de ouzo y sirtakis: “no seas nada, no seas nadie. Sé literalmente una nada. Siéntete completamente vacío”. Y en eso estamos, en ese espacio de vacío y soledad. Ya habrá tiempo para rellenar los huecos.
Lo mejor del verano son sus sombras, efervescentes y oscuras de placer. Esas sombras de luz que acarician los cuerpos y las almas de los jóvenes, y las de los viejos también. Y te sientes un elegido al notar en tu rostro el abaniqueo de una ligera brisa que empapa con suavidad el pelo. Es un decir. Algunas veces, ese golpe de viento trae consigo el vuelo de una acícula perdida que se te clava en la piel, para advertirte de tu condición humana. Y se produce el milagro de la felicidad, que reside en fulgurantes chispazos que escapan de la maltrecha memoria, instantes que sucedieron en realidad, mezclados, sin agitar, con otros que desearíamos que ocurriesen. Uno se refugia, desvalido, en esos chispazos de fantasía como el pequeño oso se acurruca en el pecho de su madre. Y así quisiera uno permanecer para siempre, en ese placentero sueño eterno, inexpugnable, sin pensar en otra cosa.
El primer chapuzón playero del día no es un buen trago para algunos y muchos segundos y terceros, pero dejémoslo así-. Llegas entipado, a tu manera, a la orilla de la playa y según se van mojando los pies con la gélida espuma de las olas sientes la saliva más seca y un molesto nudo en la garganta. El agua del mar siempre está fría. También se notan curiosos cambios en el organismo, raspa más el mentón, por ejemplo. La noche antes de torear crece más la barba, eso es el miedo, sostenía Belmonte. Son momentos difíciles para bañistas de bañera, como el menda que suscribe. En el paisaje playero se advierte enseguida al urbano timorato de playa, girando la cabeza a todos lados como un búho extraviado; sumido en su mar de dudas, con su moreno de chaqueta Mod y niki fino. Pero hay que seguir adelante, sin un mal gesto, con el temple hierático de los toreros al hacer el paseíllo. Sin dar pistas del supuesto pánico al agua helada. Y se va uno adentrando en el mar con la cabeza bien alta y a paso lento, aunque los dientes rechinen como ejes de ruedas secos. Eso sí, el botellín de Mahou se queda en la orilla. Tranquilos, que él siempre espera, como las novias de los marineros. Y no le demos más vueltas, mañana será igual, y pasado mañana, también. Igual que dentro de diez años. Hay cosas que no cambian. Ya se sabe, la cabra tira al monte, y no a la playa.
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