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No terminan los días de arrancar. Todo se mueve a medio gas. La caras amanecen con un filtro de luz opaco por donde se criban la sonrisas. Las noticias ayudan a calibrar la vida. El entusiasmo es pura gaseosa: abrir, explotar y morir. Los días tienen sus propios ciclos. Las horas tienen esas señales agudas que nos inquietan y provocan. Y después la noche.
Hoy el camino es la M40. IFEMA acoge a 150 personas sin hogar en uno de sus pabellones. Llevan 3 días durmiendo a la intemperie, esperando cola para tener una cama limpia, un plato de comida y una ducha cada día.
A muchos los he visto recorriendo las calles a mi lado. Sentados en la acera bajo la lluvia fría de estos días. Los veo recorrer con la mirada mis pasos solitarios por esta ciudad adversa. Observan con hostilidad mi cámara. Los recuerdos no son su melodía favorita. Los disparos podrían herirles de odio y matarles de pena. La cara de sus familias, los ojos de sus hermanos, las caricias rotas de sus hijos al verles en cualquier pagina de un diario.Pero la vida son imágenes y la ciudad esta llena de ellas y de ellos.
Una fila de 100 personas espera ya a las puertas de IFEMA
–Aquí estaréis mejor ¿No?. le pregunto al último de esta larga cola que anda un poco descolgado.
–¿Sabes donde estaré mejor yo?. En el cielo.
–Tiempo habrá para eso– le espeta mi compañero. –¡Venga ánimo!–. Pero en su cara el ánimo se escondió hace mucho tiempo. Sus ojos no miran fijo, están perdidos en un infinito del que no se vuelve jamás. Y a mi se me encoge el corazón.
Hassan tiene 67 años y lleva durmiendo una semana en la T4, aeropuerto Adolfo Suarez de Madrid. Ha cotizado 14 años y 9 meses y está en tramite para que le concedan una pensión contributiva. Eso me daría la vida, porque hoy la tengo perdida.
–¡La mínima pensión, eh!–, me espeta con cierta desazón, con mucha rabia contenida y mucha tristeza.
–Voy con Pedro, (al que señala) mi amigo desde hace dias.
Pedro podría ser cualquiera de nosotros. Se le ve bastante bien vestido y aseado. Los dos pasean dando vueltas a la plaza de la puerta principal de IFEMA. Son efectivamente dos amigos que pasean un día cualquiera. Pero esto no es un lugar cualquiera hoy. Ni siquiera es un día cualquiera. Nos han robado la ciudad y a ella le han robado el alma. Ese silencio que musita historias en voz baja por cada esquina. Ese rumor leve de unos pasos muertos que se escuchan a lo lejos.
Levanto la cabeza por el ruido y enseguida las primeras quejas, los primeros gritos alborotan una paz rota desde hace dias. Las primeras disputas surgen conforme se acerca la hora de entrar al recinto.
El Samur social llega puntual. A las 4 de la tarde. Muchos se conocen del dia a dia de las calles de ese otro Madrid.
Todos se tratan con respeto aunque a veces los gestos se tornan fríos y rudos, la cosa no va a más.
Están apuntados en una lista y entran en grupos de 10 no sin antes discutir el modelo mejor con los asistentes sociales. Pero sin más.
–El que entre que sepa que ya no puede volver a salir. A nadie le soprende. Sólo a mi. Algo no cuadra del todo.
No hay distancia de seguridad, y la mayoría no llevan mascarilla ni guantes. Pero hace mucho tiempo que ellos le perdieron el miedo a la vida. Si, a la vida, porque la muerte viaja con ellos entre ese amasijo de ropa que acumulan en cada maleta, en cada bolsa, debajo de cada manta.
Me pregunto cómo de cerca estamos de ponernos en esa fila. A qué distancia nos pone la vida de entrar en casa o vivir en la calle. Muchos estaban viendo pasar la vida desde un balcón no hace mucho tiempo. Y hoy, están ocupando una cama de campaña, un trozo de pizza y una ducha comunitaria en un pabellón impersonal desde donde uno se apuesta la vida y donde muchos en estos días puede que vayan a perderla.
Son las ocho. Ya se oyen los aplausos. Las cosas no van bien y pienso que los aplausos tapan algunas vergüenzas pero para eso también sirven los aplausos. Yo pienso aplaudir por ellas y lo demás… me da igual. Hoy es viernes, es primavera y he pedido una tregua para ser feliz.
Mañana ya veremos.
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