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Germán Pose, madridista de noble pedigrí, se infiltra en el cuartel general atlético de Pozuelo y comparte con sus paisanos rojiblancos la dramática noche de Londres en la que el Atleti salió despellejado.
Por Germán Pose - Con todo el buen animo y el nervio templado acudí a la sede atlética de Pozuelo, cruzando las líneas enemigas, para vivir en el sitio de su recreo el gran partido que disputaba el Atleti contra el Arsenal londinense. No camuflé mi rostro al franquear la puerta del templo rojiblanco pozuelero, podría haberme sentido un intruso y un ser desorientado, como Tarzán en Nueva York, pero o sentí entre el personal que me acogió recelos ni malas caras, ni ojos que me miraran de reojo, todo lo contrario, desde mi entrada todo fue un contenido derroche de cordial hospitalidad, a pesar de que todos los presentes eran conscientes de mi pasión por la túnica blanca y sagrada de mi Real Madrid.

Había calor en el ambiente y los rostros y el ánimo de los peñistas rojiblancos derramaban una emoción y esperanza que, según avanzaban los minutos, se fue quebrando y apagando como esas cerillas de cera y de corta mecha. Y ahí estaba yo, tan presente como ausente, y tan callado. La parroquia carraspeaba según transcurría el duelo en la hierba del Emirates, y vaya duelo, y sus corazones se iban arrugando ante la visión de un combate en el que ya presentían que saldrían malheridos.

La primera parte de la función transcurrió tan intensa como mustia, y en la segunda mitad del encuentro sobrevino el drama. Los paisanos se lamentaban según contemplaban el saqueo del Arsenal, que apretaba sin piedad al Atleti y lo iban fusilando. Uno, dos, tres y cuatro balones chuparon la red de la portería atlética. En las caras de los sufridos peñistas se iba reflejando el drama. Pero este madridista que suscribe no dijo ni mú, todo lo contrario, hasta sentí que los alentaba ante el horror.

Resulta extraño asistir a un partido de fútbol, en el que no juega el equipo de tus amores y disputan el balón tus más íntimos rivales. Pero ahí resistí, como un Tarzán en Nueva York, y a gusto me sentí, no por el resultado, si no por el buen trato dispensado por los paisanos y vecinos rivales de colores, que, por supuesto, a pesar del desastre naval no perdonaron su bocadillo. Y a todos ellos tendí mi mano blanca en esa fúnebre velada, en la que no cabía el consuelo, pero la resignación, como tantas otras veces les salvaba.
Y Tarzán, como si tal cosa, se despidió de todos con gallardía y con un pitillo en sus labios se fue de Nueva York hasta otro día.
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