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Hasta hace nada, lo de las rotondas era un ejercicio de adivinación digno de la pitonisa Lola. Uno entraba en ellas como quien se mete en un salón lleno de desconocidos con las luces apagadas, esperando que nadie te pisara. Nadie ponía el intermitente. Ni para salir, ni para quedarse, ni para nada. El intermitente era un adorno opcional del coche, como el cenicero que ya no usa nadie o el manual de instrucciones que jamás se ha leído ningún conductor. Y así conducíamos, con la intuición activada, mirando el morro del coche de al lado, la inclinación de la cabeza del conductor, la velocidad a la que se acercaba al carril exterior, intentando adivinar qué pretendía hacer el tipo de la rotonda, que solía pretender exactamente lo contrario de lo que parecía.
Pero Madrid —y especialmente ese noroeste tan nuestro, de Pozuelo, Majadahonda, Boadilla y Las Rozas, donde uno puede tardar más en salir de una rotonda que en llegar a Segovia— ha dado un salto civilizatorio. O eso creíamos.
Ahora se ha puesto de moda una novedad que ni la DGT había previsto en sus mejores sueños normativos: poner el intermitente izquierdo para indicar que no sales de la rotonda. O sea, para avisar de que sigues dando vueltas. Como los caballos de tiovivo, pero con SUV híbrido y etiqueta ECO.
El gesto tiene su lógica interna, no lo niego. Es casi filosófico. El conductor madrileño del noroeste ya no solo comunica lo que va a hacer, sino lo que no va a hacer. No sale. Se queda. Persevera. Continúa. Es una especie de afirmación existencial al volante: “Sigo aquí, no me voy todavía”. Muy de nuestro tiempo, tan dado a explicarlo todo, incluso lo innecesario.
El problema es que este nuevo código no lo conoce todo el mundo. Y ahí empieza el lío. Porque uno ve el intermitente izquierdo y duda. ¿Va a cambiarse de carril? ¿Se ha equivocado? ¿Es extranjero? ¿Es de los que creen que la rotonda es una glorieta con opiniones? ¿O simplemente ha puesto el intermitente porque sí, como quien se rasca la oreja mientras conduce?
Antes, al menos, sabíamos a qué atenernos: nadie señalizaba nada y todos íbamos con la intuición activada, como he dicho, que es un músculo que en Madrid se desarrolla mucho. Ahora no. Ahora unos señalizan, otros no, y otros señalizan lo contrario de lo que el de al lado interpreta. Resultado: frenazos, miradas torcidas, bocinazos pedagógicos y algún que otro gesto de lenguaje no verbal que no recoge el Reglamento General de Circulación.
Hay conductores que ponen el intermitente izquierdo con una convicción casi doctrinal. Lo mantienen encendido toda la rotonda, como si fuera la luz del Santísimo, indicando que permanecen en ella hasta nueva orden. Y tú, que quieres incorporarte o salir, te quedas esperando a que aquello se apague, como quien aguarda a que termine una procesión para cruzar la calle. Pero no se apaga. Porque el otro sigue, sigue y sigue, dando vueltas con una determinación que ya la quisiera el GPS cuando te manda por la quinta glorieta sin salida.
No digo yo que la intención no sea buena. Todo avance en señalización es de agradecer en una ciudad donde hasta hace poco las rotondas se resolvían por jerarquía de tamaño del coche o por cara de pocos amigos. Pero convendría recordar una cosa: las normas, o las entendemos todos igual o no sirven para nada. Y convertir la rotonda en un debate interpretativo no mejora el tráfico, lo convierte en tertulia.
Así que, mientras la DGT decide si bendice oficialmente el intermitente izquierdo como declaración de permanencia circular, seguiremos conduciendo como siempre: atentos, desconfiados y con la intuición bien afinada. Que en Madrid, y más en su noroeste, la rotonda no es solo una infraestructura viaria: es una prueba de carácter. Y, a veces, de paciencia.
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