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Cuando se jubiló el jefe de policía de Chicago al que Al Capone tenía a sueldo, ¿alguien cree de verdad que el mafioso dejó de pagar a su sucesor y se volvió súbitamente devoto de la ley, el orden y las buenas maneras? El problema del caso Negreira no es lo que ya sabemos —los pagos, las facturas, el cargo, la coartada del “asesoramiento”—, sino lo que pretende que olvidemos: que los sistemas no cambian por decreto ni las costumbres se evaporan porque alguien firma una jubilación.
Durante años, el fútbol español se ha contado a sí mismo una fábula edificante: la de que todo era posible porque todo era limpio, y que si algo chirriaba se debía al ruido ambiental de la envidia. En esa fábula, Negreira era una anomalía administrativa, una excrecencia burocrática, una cosa fea pero inocua, como una verruga tapada por la manga del traje. Ahora que la manga se ha levantado, la verruga pretende pasar por lunar.
Se nos pide que creamos que los pagos eran una excentricidad sin efecto, una superstición cara, una vela puesta a San VAR antes de que existiera el VAR. Que el dinero se entregaba para no obtener nada a cambio, como quien lanza monedas a una fuente por puro romanticismo. Y, sobre todo, se nos pide que creamos que, una vez jubilado el intermediario, el flujo se detuvo porque el club —ese ente moralmente superior que jamás haría trampas— decidió de pronto vivir de la fe arbitral.
El sentido común, ese árbitro que nunca pita a favor del relato oficial, dice lo contrario. Dice que cuando se compra tranquilidad no se compra por una temporada; cuando se compra influencia no se hace a plazos sentimentales; cuando se entra en una dinámica de protección, lo que se protege es la continuidad. No se paga a un hombre: se paga a un ecosistema. Y los ecosistemas, como las malas hierbas, no se arrancan tirando de una hoja.
El caso Negreira incomoda porque no habla de un penalti mal pitado ni de un fuera de juego discutible. Habla de algo peor: de la naturalización de la sospecha. De la idea de que competir es gestionar el contexto, y que el contexto incluye a quien decide. No es una historia de árbitros vendidos, que sería vulgar; es una historia de instituciones acostumbradas a no preguntar demasiado mientras el balón entra.
Por eso el debate sobre la prescripción es una coartada jurídica para no afrontar la pregunta moral. Prescribir, prescribe el delito; no prescribe el olor. Y el olor es el de una Liga que durante años miró a otro lado porque mirar de frente implicaba asumir que el campeonato no era un campo de juego, sino un salón con alfombras gruesas donde se camina sin hacer ruido.
Se dirá que no hay pruebas de continuidad tras la jubilación. Exacto: como tampoco hay recibos de Capone pagando al nuevo jefe de policía con concepto “soborno”. La profesionalidad del corrupto consiste, precisamente, en no dejar recibos. Y la ingenuidad del espectador consiste en creer que, una vez aprendida la ventaja, alguien renuncia a ella por pudor.
El fútbol español ha sido un país de silencio administrativo. Se sabía, se comentaba, se bromeaba en voz baja. Los árbitros “caseros”, los campos “calientes”, las rachas que desafían la estadística. Todo era folklore hasta que dejó de serlo. Y ahora, cuando el folklore amenaza con convertirse en sumario, se apela a la presunción de inocencia como quien agita un crucifijo para espantar vampiros que ya están dentro de casa.
No se trata de reescribir títulos ni de quemar camisetas. Se trata de algo más incómodo: aceptar que el éxito también puede ser hijo de una costumbre indecente. Que el relato del genio y la posesión puede convivir con una contabilidad en la sombra. Y que el daño no es solo al rival, sino al propio juego, convertido en una representación donde algunos actores conocían el guion antes del estreno.
El día que Negreira se jubiló no se cerró una etapa; se cerró una puerta. Y cuando se cierra una puerta en un edificio viejo, el ruido no es el final de nada: es la señal de que hay pasillos, llaves duplicadas y gente que sabe por dónde no pasan las cámaras. Pensar lo contrario no es optimismo: es fe. Y la fe, en los despachos del fútbol, suele pagarse en efectivo.
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