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Pozuelo de Alarcón, extraño pueblo que se da la espalda a sí mismo. Un arriba y abajo, por el medio y por los lados, ambos con el mismo aire pero que no liga. Ahora hablamos de la noche, ese paisaje de encanto que envuelve a todos con distinto manto. Aquí va la historia de un paseo nocturno por Pozuelo, en el que se ahoga la sonrisa y se atraganta el llanto.
Por Germán Pose - Uno se adentra en las calles al caer la noche de este pueblo singular. En lo más alto se aprietan las estrellas como en un gazpacho cósmico y delirante, estremece el aire nocturno del invierno y, a lo tonto, emprende este menda ese viaje solitario por los caminos de la noche de Pozuelo. Por las aceras muertas, por las calles, de barra de bar en barra de bar, saltando en silencio por ellas, como un gato entre tejados.
En el barrio viejo del pueblo, calle de Las Flores, junto al Ayuntamiento, entre ritmos de bachata y reguetón disfrutan los paisanos. Mujeres negras vestidas de sábado apuran en el bar sus tragos en sus bocas de miel y fuego, con sus pestañas afiladas, sus uñas deslumbrantes, radiantes y con poco miedo.
En ese bar, reina la fiesta al fondo del lugar un tipo con gorra blanca susurra algo a su amada morena y ella sonríe, y se tapa con la mano su boca con su pudor posible. Aunque en el ambiente revuela un aire de chamusquina.
Al poco rato, en la calle, aparece un rufián y le parte a un parroquiano una botella en la cabeza. Sangre y dolor en el asfalto; llega la policía y acuden los médicos y yo me largo.
Cruzo la plaza del pueblo, como quien no quiere la cosa. En las esquinas más ocultas dos hombres cuchichean mientras se deslizan de mano en mano bolsas de coca por lo bajinis. Unos pasos más allá me detengo en otro bar, al que se conoce como “la casa de los líos”, sin decir nombres, y ahí me quedo y pido un botellín de Mahou, siempre rojo, el botellín, de cinco estrellas. La camarera me lanza un beso de aire y uno de los pocos paisanos que pululan por ahí me tiende la mano. Hola, qué tal, y feliz año; pues igual, le digo yo.
Ese lugar tiene miga, siempre promete emociones, y entre trago y trago espero el desmadre de cada noche y otro estruendo del sonido de las sirenas de los coches de la policía y las ambulancias, como suele ser habitual. Pero esta noche no hay coches ni choques, esta vez fue en otro lado, como ya ha quedado escrito. Y siempre es igual, unos, al hospital y otros, al calabozo. Eso sí, la dueña, tan risueña, me emplaza para el siguiente día, que hay “pollada bailable”, según dice, un rico guiso a base de pollo adobado, vinagre de manzana, ají colorado y salsa de huancaína peruana. Pues allí estaremos, quien sabe.
Reina un rollo templado y triste en esa casa donde esta noche hay pocos líos, así que me largo a mi paso. El Escondite, se llama el sitio, donde tres camareras con aire cansino se hacen sitio tras la barra, pero no hay afición al otro lado. Llega desde la planta baja el eco hueco de una partida de futbolín, poca cosa, y apuro mi último trago y me despido como si nada.
Cruzo la frontera del pueblo, hacia el sur, la Avenida de Europa, que tiene otro color, esta noche envuelto por la niebla espesa. La primera escala es el bar La Frontera, Vía de las dos Castillas, junto al lugar donde la pasada nochevieja fue atropellada una chica, que hacía fiesta de botellón, al cruzar la autovía para ir a orinar al otro lado. Lo que iba a ser lluvia dorada se convirtió en chaparrón de sangre y lamento. Pero esta noche transcurre tranquila.
Pasmado de frío, a mi alrededor bullen en las ventanas lupanares de alto copete, con sus luces macilentas, encendidas hacia dentro. De los portales, algunos hombres con la mirada baja salen apresurados y ateridos, aún con el calor de sus amantes de ocasión y ensueño quemándoles el cuerpo, camino de otra cama. Con el aroma a brasa de sexo y carmín de otro hogar cosido a su piel, y el recuerdo caliente de su último beso comprado.
En el bar Stop and Love cuece el ambiente juvenil, espíritu naif de madrugada, jóvenes sacudidos por el karaoke, pero nadie en la barra a quien contarle nada. Y en la puerta, un vigilante ucraniano, fornido y serio, y tan tranquilo. Poco trabajo después de sus batallas pasadas. Sigo mi viaje y me paro en El Guateque, donde saludo en la puerta a otro robusto ucraniano. Y dentro, más jóvenes, bien encarados, dejando rastro de aroma a Azur de Puig. Suenan Los Zombies, Groenlandia, mi querida Tesa en la memoria, mientras una pareja se besa con pasión de amantes nuevos pegada a la pared, entre una montaña de abrigos.
Se va desparramando la noche de ese otro Pozuelo, como una bechamel derramada, lenta y caliente, pero muy inocente, como esas fiestas infantiles a las que nunca asistí. La Avenida de Europa tiene esas cosas; otras voces, otros ámbitos, como diría Truman Capote, que no pensaba en Pozuelo, lógicamente. En otro bar de la zona cuatro chicas solas se ríen con desgana alrededor de una mesa, esperando, quizá, a su Godot que nunca llega. Ni siquiera alguien se atreve, ni tampoco ellas, a preguntar cuál es tu horóscopo. Y se siguen escuchando por los altavoces canciones del ayer, una Movida que nunca acaba.
En el Caribou pongo el punto y final a mi viaje, la estación Termini de esta noche boba. El local, abarrotado, ni un puto sitio en la barra. Repleto de chicas en flor y algunas pocas veteranas. Alguna de ellas me mira a los ojos mientras se aparta el flequillo de sus pestañas. Pero yo ya tengo otra mirada. Así que doy el último trago, pongo pies en Polvorosa, adiós muy buenas, y me alejo de la barra, y a la noche le digo ciao, hasta otro día. Con lo que hemos sido.
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