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Yo no soy periodista. No pretendo serlo. Escribo lo que me sucede por dentro. Suelo esconderme tras una esquina o en mi escondite a escribir. A veces libero esas palabras y las hago volar. Y muchas, muchas se quedan en casa al abrigo de los años. Muchas se convierten en pasto de los sueños. Otras en memoria. De lo que fue. De lo que fui. De lo que pudo ser amor, odio, rencor o ira. Y lo que fue, que al final es lo que siempre cuenta. Y de una inquieta melancolía que siempre rondó en mi vida.
Es lunes y las calles se agitan. Veo algunas de mis fotos publicadas por muchos lugares y me estremezco. Son fotos raras, duras, opacas. Son imágenes que van a permanecer en nuestra mente tanto o más tiempo que este virus. Una montaña rusa que te eleva y te lanza a un abismo incondicional en el que es muy difícil frenar. A veces uno se cuestiona hasta la vida de este o de aquel. Empiezo a ver como nos tapamos la cara frente a las cifras. Como de una pequeña patadita las alejamos de nuestro lado. Que si patologías previas. Que si ese cojeaba de pequeño. Que si no le veía yo bien últimamente. Y se van quedando.
Hoy todo los caminos son conocido. La UME está en Carabanchel cerca de mi otra casa. Fotos de calles vacías por Usera. Mi primera casa, la iglesia, la bodega, el bueno de Emiliano. 12 a 1. 1983. Descubrir un país llamado Malta. Y saber que 12 goles pueden significar 24 botellines de Mahou o más.
La UME me dice que son muchas, muchas las residencias en toda España. Parece que han evaluado unas 400 posibles en Madrid. Y no hay ni personal, ni medios, ni tiempo material.
Normalmente salen a las 9 de la mañana de sus acuartelamientos. A las 10 suelo estar en la puerta de alguna residencia esperándoles. Desayunan de pie en el maletero de sus Volkswagen Amarok rojo. Después rompen las bolsas de sus monos blancos y se visten mientras otros traen los bidones con la mezcla desinfectante. Sonríen, asienten cada orden de su mando correspondiente y como no podía ser de otra manera se llaman por el apellido.
La clínica, de Sanitas, me advierte a que abandone el recinto, no puedo estar en el patio de su propiedad.
-Está lloviendo, se escucha un murmullo entre la tropa. Pero aún así me calo hasta los huesos al otro lado del muro que diría Pink Floid.
-Hoy no os aplaudo… o si, pero ya os vale.
Me gusta Madrid. La carretera de Coslada está vacía. El navegador marca las 16:48, hora de llegada. Fragile de Sting en el Spotify.
-Buenas tardes. Hemos pedido permiso para hacer unas fotos.
El hall es un lugar frio. Las puertas numeradas del uno al… en el nueve paro. Lo que antes era una sala de espera hoy es una oficina con decenas de certificados de defunción.
-Siéntese y ahora veremos que podemos hacer.
Ni que decir tiene que fui incapaz de sentarme durante la media hora que estuve esperando. Nunca pensé que haría esas fotos. Ni que recorrería el backstage de una funeraria. De todas las veces que he estado tras un escenario, este es al que nunca hubiera deseado entrar.
De camino a casa solo veía nubes, nubes en el cielo. Un cielo roto y empedrado del color de los recuerdos. Un atardecer claro y un brillo desconocido. La luz tenue dejaba entrever mantos de nubes con diferentes formas. Son los dibujos de mi infancia cuando volvíamos del pueblo y jugábamos en el Seat 600 con mi madre mientras mi padre fumaba sin parar y escuchaba carrusel deportivo.
Había nubes de perros, gatos, elefantes, jirafas. Habia montañas, indios con sus fechas y americanos con sus rifles.
Solo quería ver eso. Recuerdos grabados en el cielo con formas de nubes. Y cantar histérico "Goodbye Blue Sky" de Pink Floid con el volumen partiéndome los tímpanos. Y recitar palabra por palabra “Ya no” de Idea Vilariño.
Y querer contártelo todo y decirte todo lo que había pasado. Y entonces darme cuenta de que solo podía echarte de menos sabiendo que no volveríamos a vernos más así. Como siempre quise verte. Por que “ya no…".
A Madrid le gusta soñar. Me lo dijo anoche. Y a mi hoy me da miedo soñar contigo. Pero lo volveré a hacer.
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