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Es el primer fin de semana de confinamiento, de cuarentena. Las calles empiezan a estar vacías. Sólo algunos que en su despiste existencial no reparan en la insolidaridad que supone para el resto su libre albedrio, caminan sin rumbo por Madrid.
Por la calle me encuentro con muchos compañeros corrigiendo la realidad con el color de sus cámaras, llevando hasta cada casa una verdad que compartimos allá donde estemos.
La policía ocupa los espacios vacíos de la ciudad. Borja esta en el balcón de la casa de correos en la puerta del sol recogiendo muestras en cada click. Jesús con su mascarilla camina por Sol en busca de “su foto” para que los periódicos mantengan en sus paginas una imagen actualizada. Los tres nos miramos con distancia, los abrazos diarios se tornan en sonrisas y saludos a distancia y un escalofrío recorre nuestro cuerpo. Y seguimos.
La policía me pide a cada paso mi identificación. Eso tranquiliza e inquieta al mismo tiempo. Al final intercambiamos miedos y recelos y cada uno seguimos nuestro camino.
Los sanitarios empiezan a pasar de la preocupación al cansancio. Todo se plasma en los alrededores de las urgencias de cualquier hospital. Estos manejan una realidad diferente. Quizás ellos son la cara del problema y la llave de la solución. Mi hermana, que es enfermera, lleva su sonrisa cada día hasta el Gregorio Marañón. Siento que nos cuida. Siempre lo hace. Ella siempre lo hace. Con su bata blanca y verde, limpieza y esperanza.
Hablo con mis hijos. Ellos están bien. Apenas estamos a unas calles de distancia pero no podemos estar juntos. Se hace duro. Se hace difícil. Pero ellos están bien. Los cachorros en momentos difíciles acuden siempre al abrigo de su madre. No hay mejor lugar en el mundo donde podrían estar que con ella.
Vuelvo al coche. Hay un eco involuntario que todo lo envuelve y todo lo repite. Por primera vez miro al suelo y camino en silencio. Me sorprende la primera persona a la que vi en la plaza de Callao. Un mendigo que camina sin rumbo alguno por Madrid. Es transparente. La policía no le para. Nadie le habla. Nadie le mira. El habla y habla mientras camina “Maldita estampa la mia” y suena mi cámara. Y el cielo se difumina.
Así he visto cada calle, cada esquina, cada huella en el asfalto, cada persona.
Pozuelo es silencio. Emite sonidos pero es silencio.
Madrid es secreto.
Los fantasmas recorren las ciudades y los que ya no están nos marcan el camino de la vida. Sigámoslo.
Cuidarnos es nuestra prioridad.
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