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Por Ricardo Rubio
No me digas que la vida es impaciente. No me digas que no somos nosotros los que emitimos juicios y veredictos con la simple mirada de un fotograma, unos segundos de video, unas palabras leídas en el momento preciso. Mejor dime que los impacientes somos nosotros. Que vemos el fin del mundo y a reglón seguido nos presentamos en masa a la fiesta de una nueva era.
He recorrido meses de pandemia reorganizando mis fotos este sábado. Los días de Marzo donde el silencio, los contagios y las muertes inundaban nuestros pensamientos. Días de luto donde el sigilo, el mutismo o la pausa se apoderaban de nuestras calles, en nuestras ciudades. Días de asueto, desolados e impresionados por montones de palabras y mensajes que llegaban a nuestras retinas sin capacidad para ser procesadas.
Y así nos fuimos confinando con absoluta precaución, sin entender muy bien lo inexplicable pero explicando con seguridad lo que éramos incapaces de entender.
Comenzamos entonces a cambiar nuestras rutinas y con ellas cambiamos nuestros interlocutores. La familia pasaba a primer plano. Los amigos cambiaban de lugar. Y algunos conocidos hasta entonces, se hicieron llamar amigos. Algunos incluso se convirtieron en algo más cuando nos daban las tres de la mañana colgados del wastapp o del teléfono, gritando llenos de sonrisas y esculpiendo esculturas con la imaginación, a sabiendas que todas ellas resultarían inacabadas. Y acariciábamos sueños imposibles sin compromiso pero con fecha de caducidad: el fin del estado de alarma.
Sabíamos que ese día cada cosa debía volver a su sitio como si de una película se tratara. Aparece el Fin, nos levantamos de la butaca y nos vamos a casa como si nada hubiera pasado. Solo unos pocos siguen por la calle jugando a policías o vaqueros. A superhéroes o príncipes enamorados. Solo un puñado vuelven a casa con los ojos cerrados pensando en si la vida puede ser otra cosa.
Es el síndrome del final de las vacaciones. Dura lo que duran tres correos del jefe, cuatro palabras de tu madre diciéndote el desastre de vida que llevas y poco más. Te pones las pilas, cierras los grupos de wassapp de la pandemia y vuelves a los del gimnasio y los padres del cole. Por cierto, haz caso a tu novio porque en cualquier momento llama a la puerta “que ya se puede salir de casa.” La semana que viene barbacoa con los amigos de siempre: como mola poder volver a salir… o no, pero es lo que hay.
Mejor que olvides todo aquello. Quizá eso fuera disfrutar de momentos, espacios nuevos incluso llegar a estremecernos con las palabras del otro. Eso si, no dejaban de ser las de siempre, pero en otros tonos, otros matices, otros brillos.
En esos días nos dedicamos tiempo unos a otros y creamos redes de emociones que llegamos a convertir en rutina. Pero todo aquello a embalar en la caja de los amores prohibidos, de los rincones oscuros a los que algún dia regresaremos pero sin que nadie lo sepa. Sin que nadie nos vea.
Esta semana he vuelto a lugares desde donde me asomé a la vida en esos meses. Aquellos supermercados solidarios improvisados en locales de barrio que ayudan a la gente a llevar comida a sus casas, continúan. Esos imaginativos restaurantes donde la comida se paga con la solidaridad de unos muchos que ayudan a unos muchos siguen abiertos. Gente organizando a gente. Gente que ayuda a gente. Y eso que el tiempo se agota. Y la solidaridad no pero cuesta mantenerla cuando tu bolsa se hace cada día más y más pequeña.
Aquellos meses terminaron y no volverán pero las causas no han variado. Las razones son las mismas. Aprendimos la teoría, pero nos cuesta mucho ponerla en práctica. Corremos muchos más riesgos quizá porque hemos aprendido tanto. Prima el trabajo pero vivimos con la inevitable sensación de que tarde o temprano saldremos heridos. Tan solo esperamos que la herida sea leve y no nos impida seguir nuestra vida ni la de los nuestros. Esta guerra oscura deja heridos invisibles con dolencias que se harán visibles con el tiempo.
Hemos pasado de ordenar a recomendar. De pedir libertad a confinarnos de manera voluntaria.
Y en breve empieza la segunda parte del partido. Va a ser duro. Un partido regañado con un intenso final. Todavía nos quedan muchas cosas por ver, oír y sentir. Al 2020 le quedan los últimos minutos. Ojalá no nos pillen demasiado cansados, por si hubiera que jugar prórroga.
Al final irte siempre fue una opción. No era la única, pero la impaciencia nos puede a muchos y como siempre acabo con todo. Veremos si después del aire fresco de la tormenta, no nos asfixia tanta calma.
Todos nos hemos dejado algo en la cuarentena. Allí se quedaron algunos sueños pero aunque las formas parecían reales, los colores resultaron ser un fraude. Arrastramos palabras por el fango y quedaron en nada los besos envueltos en versos. El verano ha terminado de oxidarlo todo con este calor justificado que todo lo quema. Atrás como en un solar abandonado queda la vida de esos días. Que cada palo aguante su vela y al resto que nos quiten lo bailao que ha sido mucho y bueno, negro oscuro y lleno de barro. Pero lo contamos, lo vivimos y lo exprimimos hasta el final.
Y ahora que los días de lluvia todo lo limpien y lo llenen de olores de otoño. Que se marchite lo ocurrido y se convierta en dulce lo añejo. Que nos moje de lleno el presente con ese agua limpia que todo lo aclara.
Porque al final uno siempre vuelve a esos viejos lugares donde fue feliz. Y yo ya he iniciado el camino.
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