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Por Ricardo Rubio
Hoy es uno de esos días en los que la vida y tú os poneis de acuerdo. Tú no esperas nada y ella te da nada. Equilibrio. Paz. Naturaleza. Sensaciones de un día azul. Sol y calor.
La mascarilla tiene un efecto sauna que te hace sudar y sudar. Hoy lo he comprobado en la puerta del sol. La cámara se escurre en tus ojos. Las manos se atreven ya con todo: limpia el sudor, se enrojecen las pupilas y de un plumazo las gotas todo se lo llevan. Lagrimas de fuego que cauterizan la realidad del momento.
La semana que viene todos compartiremos aceras, carreteras, calles y más calles. Un coche a mi lado en el semáforo: ¡Por fin seremos libres!
Pausa. Pausa. Pausa. Pausa. ¡Callaté!
Un momento ¿quién ha dejado de serlo este tiempo? Me dejo llevar y al final pasa que me pierdo. Las olas son tan grandes ya, que no consigo ver la línea del horizonte. Este mar que me azota en pleno mes de mayo, es un mar de plástico. No huele a orilla. No huele a puerto. Ni a barcos varados. Es un mar de mentira. Sólo escucho el canto de las sirenas. Y quiero zambullirme. Y quiero nadar. Encontrar en el mar lo que no consigo descifrar aquí. Y ser devorado una vez más por las sirenas. Belleza y peligro. Un binomio que no deja de asombrarme.
Ansío poder abrazar, besar, volar…. Es duro estar confinado. Pero tantos días en al calle, recorriendo cada rincón de Madrid, cada esquina prohibida del virus, te crea un estado de ansiedad indefinido. No hay un final en el horizonte. No lo hay. Y como siempre seremos nosotros quien demos muerte a este virus a costa de la nuestra propia. Así ha sido siempre y así será. Ya hay fechas marcadas en rojo en el calendario. O pensamos en común o nadie saldrá de está.
Hoy caravanas de coches recorrían el centro de Madrid. Y en la puerta del sol apenas 50 nostálgicos entonaban cánticos de principios del siglo XX. Un sistema contra otro. Un país contra otro. Y nosotros en medio. De lo que se ha escuchado en uno y otro sitio no hay nada que decir. Si estamos posicionados tenemos los gritos en la cabeza. Si no lo estamos todavía, los hemos escuchado en algún lugar. ¿Seremos tan tontos de creernos enemigos unos sobre otros? ¿Seremos capaces de gritar soflamas partidistas en aras de unos pocos? ¿De no reconocernos en nuestros iguales? ¿Seremos capaces de mirarnos a los ojos si todo esto se va a la mierda? ¿Tendremos la poca de vergüenza de llamarnos entre nosotros demócratas y no respetar nuestra democracia? Ahí fuera están nuestros hermanos. Nuestros padres y la memoria de nuestros abuelos.
Anoche grité. Fuerte. El coche me reconocía. Hacía mucho que no gritaba así. Después de tragar y tragar hay que soltar veneno. Hace mucho tiempo ya, camino de casa, al salir de los túneles gritaba fuerte y desafinado. Las canciones se sucedían una tras otra. Con China Girl lloré mucho hace relativamente poco. Me enamoré por primera vez con esta canción. Adoraba a Bowie. Y eso es algo especial para mí. No pronuncio estas cosas a menudo. “Te adoro” es algo más que un lugar común. Es algo más que una declaración de amor. Es cariño y la promesa de que no te fallaré. Pero el me falló. Un buen día se fue. Parece que esto siempre termina así.
No nos fallemos más. Decía el final de una maravillosa película, una de esas ñoñas que se ven en Navidad: El amor está en el aire. Respirémosle.
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